Navaja de Albacete

Navaja de AlbaceteGM

Crónicas castizas  El honor, la navaja y la jueza corsa

Javier entendió que la humillaban y, ni corto ni perezoso, se fue hacia ellos recriminándoles

Javier era un científico, delgado como un quijote y no ajeno a la locura del caballero andante. De ojos intensos, pequeños y verdes, boca ancha hecha para sonreír y una nariz que evocaba a Quevedo. Tenía una novia francesa, rubia como el trigo y simpática, que hablaba español con ese acento que remedan los imitadores. Su abuelo tenía la Medalla de la Resistencia, otra historia que ya contaremos.
Aficionado a la escritura parecía que puntuaba sus textos con un salero lleno de puntos, comas y guiones que esparcía sobre sus letras intensas, con olor al «Eugenio o la proclamación de la primavera» del gran Rafael García Serrano. Desde luego, ese Eugenio y Javier parecían hermanos.
Fue en Marsella, estando ambos de vacaciones. Javier habla inglés y francés, además de español. Paseando por el puerto, unos individuos mal encarados se dirigieron a Patricia, su novia, con palabras mal sonantes, describiendo lo que la harían si tuvieran ocasión. Patricia se puso roja y lo que es peor, Javier entendió que la humillaban y, ni corto ni perezoso, se fue hacia ellos recriminándoles. Los dos facinerosos se levantaron de la terraza y les faltó tiempo para irse a por el español, mientras maldecían su tierra y a su madre armados de botellas que rompieron previamente sobre la mesa.
Javier sacó una navaja, forjada en Albacete con esa silueta inconfundible del acero castellano, sin mediar palabra apuñaló al más grande, que soltó la botella rota y se cayó al suelo. Otras dos puñaladas se llevó el segundo, sorprendido de la rapidez y la decisión de ese madrileño delgado a quien superaban con mucho en corpulencia.
Gritos y aullidos, la reyerta atrajo a la policía francesa, hombres de paisano con un brazalete rojo donde ponía «police» en letras negras. Javier no lo vio, pero Patricia sí y agarró a su novio que ya se disponía a despachar a quienes creía que acudían en ayuda de sus enemigos. Al final lograron reducir a nuestro hombre, acudió un coche patrulla y, tras su paso por comisaría, fue encerrado en una prisión donde estuvo meses a la espera de ser juzgado.
En la cárcel, Javier conoció otra realidad que habitualmente no está al alcance de quienes hacen turismo por Francia. Estuvo allí bastante tiempo. A los presos les daban pastillas que les mantenían somnolientos la mayor parte del día, drogas tranquilizantes que evitaban trifulcas en el interior de los muros de la prisión. Javier daba las píldoras a sus compañeros de celda, las únicas drogas que consumía habitualmente eran cigarrillos de tabaco negro y algo de whisky saltaparapetos.
Durante una hora los presos eran llevados al patio, un cuadrado de piedra opresivo sin otro techo que el cielo azul al que se elevaban las miradas añorantes de libertad. Los penados caminaban en círculo y se daban la mano unos a otro, cada día. Javier fue advertido que en el protocolo de los presidiarios no se saludaba a los violadores ni a los pederastas. Asesinos, ladrones, estafadores… sí se estrechaban la mano diariamente, pero se ignoraba a los delincuentes sexuales.
Cuando salió el juicio, Javier fue llevado a la sala del tribunal. Entre el público estaba su madre angustiada, su padre, un veterano legionario; su novia Patricia y su primo Luis. Ante el estupor y el asombro de su abogado de oficio Javier declaró, a preguntas de la jueza, que había atacado a los dos que infamaron a su chica por cuestiones de honor. La humillaron y lo pagaron. Lo dijo claro y en voz alta. Tras sus palabras, el silencio.
La jueza puso la mano sobre un pesado libro encuadernado en piel negra que tenía en su estrado y habló: «Este es el código penal de la República Francesa. La justificación de una agresión por honor no viene en él». Miró largo rato a Javier. Continuó: «Yo soy de Córcega y entiendo a lo que se refiere, sé que es el honor. Pero, realmente, lo que le salva a usted es que los dos heridos por su mano estaban en búsqueda y captura por la policía francesa por ser dos individuos muy peligrosos».
Volvió a callar la jueza y la esperanza iluminó los rostros de Javier y su familia.
Estirándose en el estrado, la jueza declaró: «Le condeno a usted al tiempo que ya lleve cumplido en prisión esperando este juicio». Lo mismo no dijo exactamente eso, pero así lo entendió Javier cuando los gendarmes lo liberaron sin dilación.
No diré que la sala estalló de júbilo porque solo estaba su familia, pero hicieron tanto ruido y alharacas como si estuviera atestada. Le ofrecieron volver a la prisión a recoger sus cosas y Javier, generoso, renunció a ellas en favor de sus compañeros. Lo que sea con tal de no volver por allí.
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