El interminable combate español contra la piratería musulmana en Filipinas
Las depredaciones de aquellos piratas fueron una de las razones fundamentales por las que los filipinos aceptaron, de forma generalizada, el predominio de los españoles y su Gobierno
Nos quejamos, con cierta razón, de desconocer nuestra historia. Pero quizás es porque damos por hecho lo que somos y consideramos como anecdótica cualquier hazaña que en otras latitudes sería acreedora de un reconocimiento mucho más intensamente ditirámbico. Cuando podemos contar historias como el Descubrimiento de América, la Reconquista, Lepanto, o la Guerra de la Independencia, ¿para qué perder el tiempo con cualquier aventura heroica o ejemplar de las que por doquier protagonizaron nuestros antepasados? Hay multitud de ejemplos, pero pocos tan poco conocidos como los que acaecieron al otro lado del mundo, alrededor de unas remotas y hermosas islas que hasta hoy han conservado el nombre de Filipinas.
El integrismo islámico
En aquellas costas, tan alejadas como es posible imaginar, los españoles encontramos de nuevo al enemigo que hemos afrontado durante más de mil años: el integrismo islámico en sus variadas formas. En este caso se trataba de los cinematográficos piratas de Malasia, idealizados por los novelistas decimonónicos, pero que constituían, y aún hoy siguen constituyendo, una de las puntas de lanza del islam más agresivo.
Las depredaciones de aquellos piratas fueron una de las razones fundamentales por las que los filipinos aceptaron, de forma generalizada, el predominio de los españoles y su gobierno. La cristianización posterior de la mayoría de los habitantes de las islas contribuyó a consolidar los lazos que les unían con su lejana metrópoli. Pero la defensa de aquellos súbditos, pacíficos e inermes, obligó a librar un cruento e interminable combate de más de tres siglos de duración, que no finalizó hasta el abandono de las islas en 1898.
Ya desde el principio se produjeron historias variadas y casi inverosímiles en aquellos alejados y anárquicos parajes, en los que la piratería era la actividad económica predominante. Se sucedieron batallas increíbles en las que los escasos defensores españoles afrontaron, y derrotaron a los feroces piratas japoneses, a las episódicas incursiones de los no menos feroces piratas chinos, a los que se persiguió hasta sus bases en Formosa. Pero sobre todo, y de forma continuada, contra la piratería islámica, endémica desde las incontables bases de las que disponía en los millares de islas de la zona.
La complejidad de la geografía filipina, la dispersión de la población y la escasa presencia de fuerzas españolas hacían muy difícil ejercer un control adecuado de tan extensa región
Pero también los primeros asentamientos españoles en las islas centrales del archipiélago se convirtieron en un nuevo foco de expansión. Primero hacia los mares que bordean el Asia Oriental, con propuestas tan atrevidas como la de enviar una expedición a la conquista del Imperio Chino, sabiamente rechazada por nuestro Rey prudente. Luego también como centro de expansión misionera hacia Japón, China y el sudeste asiático. Los altares de nuestras iglesias están cuajados de santos de nombres olvidados martirizados en aquel empeño.
Pero la complejidad de la geografía filipina, la dispersión de la población y la escasa presencia de fuerzas españolas hacían muy difícil ejercer un control adecuado de tan extensa región, por lo que la piratería de los «moros» siguió siendo un problema endémico que excedía de los reducidos recursos de los representantes de la Corona. Pese a ello, España no cejó de combatir la salvaje piratería musulmana por medios militares, ni de buscar la promoción humana de las poblaciones de la zona mediante la evangelización y la acción de gobierno. Es imposible resumir en un corto artículo las empresas que afrontaron nuestros antepasados, por ello procede recurrir a los ejemplos. Como podría ser, entre otros muchos, el de Carlos Cuarteroni Fernandez, gaditano, marino y aventurero, que acabó su carrera como prefecto apostólico para Borneo.
Marino, aventurero y misionero en Borneo
Inicialmente, marino militar destinado en Filipinas, se dedicó posteriormente a la marina mercante, efectuando numerosos viajes desde Luzón a numerosos puertos de Asia. Con los ahorros conseguidos adquirió una goleta, a la que bautizó con el nombre de Mártires de Tonkin. Solo el nombre constituía todo un programa. Tras dedicarse con su goleta a la pesca de perlas, en 1842 encontró, por suerte, perseverancia o buena información, un buque inglés hundido cerca de la isla de Labuán, principal base británica en Borneo. Resultó que el barco portaba un inmenso tesoro procedente del saqueo franco-inglés de Pekín durante la segunda Guerra del Opio, lo que le hizo inmensamente rico.
Sus navegaciones por los archipiélagos indo-malayos, especialmente en el entorno de la gigantesca e inexplorada isla de Borneo, le pusieron en contacto con el sufrimiento de los cautivos, cristianos o animistas, esclavizados por los piratas musulmanes. El trato bárbaro al que estaban sometidos le conmovió hasta el punto de que decidió profesar en la Orden de los Trinitarios y dedicar su vida y su riqueza a la liberación de estos cautivos.
Esta tarea le llevó hasta los puertos más peligrosos de Asia, al mando de su goleta, para rescatar de la esclavitud a miles de cautivos sin distinción de religión ni origen, aunque eran filipinos en la mayoría de los casos. En 1849 fue ordenado sacerdote en Roma por el Papa Pío IX dentro de la congregación de Propaganda Fide, a la que presentó un elaborado proyecto para la creación de nuevas misiones católicos en la zona de Borneo, por lo que fue designado Prefecto Apostólico, tarea a la que dedicó el resto de su vida y lo que le quedaba de su fortuna.
España no cejó de combatir la salvaje piratería musulmana por medios militares, ni de buscar la promoción humana de las poblaciones de la zona mediante la evangelización y la acción de gobierno
Convencido de los derechos y obligaciones de España sobre la zona, dedicó sus mayores esfuerzos a convencer a las autoridades españolas de Filipinas para que diesen protección a los filipinos esclavizados, con no demasiado éxito inicial, aunque finalmente sus esfuerzos contribuyeron a la reacción española, que llevó a la ocupación de Palawan y Joló, últimas conquistas españolas en el continente asiático, aunque esa ya es otra historia.
Enfermo, fracasado y arruinado regresó a su ciudad natal, donde falleció al poco tiempo de su regreso. Sus restos, olvidados, reposan en la cripta de la catedral de Cádiz. Sirvan de epitafio sus palabras al rechazar alguna de las condecoraciones que se le propusieron: «Jesucristo, mi maestro, no llevó más cruz que aquella en que le crucificaron y siendo yo su discípulo debo seguir su ejemplo de pobreza y humildad».