Sindicatos: nostalgia franquista
Los sindicatos quieren ser oficiales, como con Franco. En otras palabras, quieren suplir la afiliación con sueldos públicos; pero, eso sí, sin perder su relación umbilical con la izquierda
El lunes día 1 de mayo se conmemoró en España, como en gran parte del mundo, la Fiesta del Trabajo. Contra lo que muchos creen, este día internacional del trabajo por cuenta ajena no está patrocinado por la ONU, sino que tiene origen anarco-comunista: conmemora unas revueltas sindicales en Chicago en 1886 pidiendo la jornada laboral de ocho horas, que tuvieron el saldo de varios muertos entre manifestantes y policías, y cuatro ejecutados y un suicidado que posteriormente fueron hallados responsables principales de los disturbios, y a los que se llamó propagandísticamente «los mártires de Chicago». Muchos países, una vez neutralizado y olvidado el origen izquierdista de la jornada, establecieron una fiesta laboral el 1 de mayo, y hasta la Iglesia católica «cristianizó» en 1955 la fiesta estableciendo la festividad de San José Obrero, como en el curso de los siglos ya había ocurrido con algunas fiestas paganas que tenían bastante arraigo popular.
Los medios amiguetes de los sindicatos suelen hinchar la cifra de asistentes a la concentración pública, pero no se creen ni ellos mismos la trola; de todos modos, sea dicho afectuosamente, ni siquiera los parientes de los oradores estarían libres de perderse un día de playa como el que tuvimos los españoles. Si llueve, porque llueve; si hace sol, porque en Madrid no vamos a desperdiciar un puente como el del primero de mayo así como así.
Hace bastantes años, hablando con un dirigente de UGT, le planteé el pésimo ejemplo de la vida regalada de los así llamados «liberados sindicales», las pingües subvenciones que recibían los denominados «sindicatos más representativos» y los estrafalarios motivos con que los políticos trataban de justificar su frecuencia y su cuantía, y sólo obtuve una explicación: «Los sindicatos figuran mencionados en la Constitución». Sólo eso. No había manera de sacarlo de ahí, ni siquiera recordando que la Constitución no dice una palabra de subvenciones.
Los sindicatos quieren ser oficiales, como con Franco. En otras palabras, quieren suplir la afiliación con sueldos públicos; pero, eso sí, sin perder su relación umbilical con la izquierda. En cuanto gobierna la izquierda, los sindicatos sestean, y sólo se desperezan cuando gobierna la derecha: recuérdese la huelga de autobuses de Madrid siendo alcalde Álvarez del Manzano, o el acoso a que sometieron al consejero de Sanidad de la Comunidad madrileña Fernández-Lasquetty ya con Díaz Ayuso de presidenta (que lo ha «ascendido» de Sanidad a Hacienda primero, y ahora además encargado de Economía y Empleo); cito esos episodios porque ambos acabaron con el rotundo fracaso sindical que también recuerdan los viejos del lugar.
Desde que Felipe González bautizó su ley como «de libertad sindical» ya se supo que el propósito del legislador era reducir el número de organizaciones sindicales, lo que se logró creando la figura de «sindicato más representativo», que tendría un trato preferente en el diálogo con las autoridades, la negociación colectiva... y las subvenciones, naturalmente, y eso sin contar con el recurso a la historia, pues hubo varios turnos de indemnizaciones como consecuencia de la guerra que perdió la izquierda, como si la hubiera ganado. Esta política funcionó con arreglo a lo previsto y generó una rutina que será muy difícil cambiar, porque ha habido varios cambios de signo ideológico en el Poder Ejecutivo y las cosas sindicales han permanecido intocadas.
Alguien dijo que el PSOE era el partido que más se parecía a España. Es posible. Quizás esta es la razón por la que Franco se murió de viejo en la cama, y tras haber presidido su último Consejo de Ministros fue, casi directamente, a su lecho de muerte.
- Ramón Pi es periodista