El aspecto de los cazadores de ahora
La influencia inglesa en la indumentaria cinegética fue profunda y duradera. En el Reino Unido, la caza era una actividad eminentemente aristocrática, lo que favoreció la creación de un vestuario específico que combinaba elegancia, abrigo y utilidad
La caza ha sido, desde tiempos remotos, mucho más que una simple actividad recreativa o de subsistencia. En España, especialmente desde el siglo XIX, se ha constituido como un verdadero ritual social, impregnado de símbolos, jerarquías y códigos no escritos que definen tanto la conducta como la apariencia de sus participantes. La vestimenta, en este contexto, ha desempeñado un papel esencial, no sólo por su funcionalidad sino también por su carga cultural y estética.
Tras la Guerra Civil española, la nobleza continuó ostentando el protagonismo en las grandes cacerías, aunque con el paso de los años comenzaron a integrarse figuras destacadas del nuevo poder político y económico. La actividad cinegética adquirió entonces una especial relevancia como espacio de relación social y reafirmación del estatus. La imagen del cazador no sólo debía responder a las exigencias del terreno y el clima, sino también a las normas no escritas de elegancia y tradición.
Durante décadas, el atuendo del cazador se caracterizó por una sobriedad distinguida: chaqueta, corbata y, con frecuencia, trajes de tweed. Este tejido británico, confeccionado con lana gruesa y resistente, era ideal para protegerse del frío y la humedad, permitiendo además libertad de movimiento y mimetización con el entorno. Entre los cazadores españoles comenzó a consolidarse la chaqueta Teba, una prenda cómoda, funcional y con un aura de discreta sofisticación que la convirtió en emblema de estilo.
La influencia inglesa en la indumentaria cinegética fue profunda y duradera. En el Reino Unido, la caza era una actividad eminentemente aristocrática, lo que favoreció la creación de un vestuario específico que combinaba elegancia, abrigo y utilidad. Los tonos tierra y verdes oscuros se popularizaron por su eficacia para camuflarse en la naturaleza. No obstante, estas prendas, confeccionadas en materiales naturales como lana, algodón grueso o cuero, resultaban pesadas, poco impermeables y de secado lento.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial marcó un antes y un después en la tecnología textil, con el desarrollo de nuevos tejidos sintéticos más ligeros, impermeables y resistentes. Estos avances fueron rápidamente adoptados en la vida civil, incluida la caza, impulsando una transformación radical en la forma de vestir de los cazadores. La ropa comenzó a evolucionar hacia una mayor funcionalidad, adaptándose a distintas condiciones climáticas y terrenos.
Fue también durante el siglo XX cuando comenzó a popularizarse el abrigo Loden, de origen austriaco y profunda tradición alpina. Su tejido, usado desde el siglo XI en el Tirol, se elaboraba tras un proceso de compactación de lana con agua jabonosa, que lo dotaba de una notable capacidad aislante y resistencia al viento y la humedad. En su versión moderna, el Loden ofrecía calidez, ligereza y comodidad. De característico color verde, ideal para el camuflaje, incorporaba detalles como aberturas bajo las mangas que facilitaban el manejo del arma. En España, su apogeo llegó en los años ochenta, cuando políticos, intelectuales y profesionales lo adoptaron como prenda de referencia. Aún hoy conserva una reputación sentimental y elegante. No sabemos si es antiguo o moderno, ya que todavía quedan nostálgicos que lo utilizan en alguna montería y es de agradecer.
Chaquetas austriacas de lana con botones de asta de ciervo, chalecos acolchados y, especialmente, los icónicos chaquetones encerados británicos, como los de la marca Barbour
Junto a éste, otras prendas se abrieron paso en el vestuario del cazador: chaquetas austriacas de lana con botones de asta de ciervo, chalecos acolchados y, especialmente, los icónicos chaquetones encerados británicos, como los de la marca Barbour. Estos últimos se convirtieron en auténticos símbolos del mundo cinegético, aunque su abrigo era limitado si no se complementaban con forros interiores.
Hacia las últimas décadas del siglo XX, la estética de la caza comenzó a experimentar una notable transformación. El camuflaje, inspirado en uniformes militares, sustituyó los tradicionales tonos lisos, respondiendo a una nueva concepción más técnica y funcional. Las fibras sintéticas de última generación revolucionaron por completo la ropa de campo: tejidos ligeros, cortavientos, impermeables, térmicos y transpirables permitieron combinar movilidad, protección y confort con eficacia. Sin embargo, pese a sus ventajas prácticas, muchas de estas prendas modernas no logran convencer a los defensores del estilo clásico, que las consideran poco elegantes e incluso visualmente poco atractivas.
Hoy en día, la caza ha dejado de ser una práctica exclusiva de la élite para abrirse a un público más amplio y diverso. La ropa técnica domina buena parte del panorama actual, aunque la tradición y el respeto por la etiqueta siguen muy presentes en ciertas modalidades emblemáticas como el ojeo de perdices o la montería. En estas ocasiones, la elección del atuendo no es una cuestión menor, sino una forma de rendir tributo a la historia, a los compañeros y al escenario en el que se desarrolla la jornada.
Siempre, ir elegantemente vestido ha prestigiado cualquier acto, evento o actividad. La montería, en particular, conserva su carácter de acto social, donde la vestimenta adecuada se interpreta como un gesto de respeto hacia los demás. No se trata sólo de ir bien equipado, sino de hacerlo con cierta dignidad estética. La elegancia no está reñida con la funcionalidad, y es perfectamente posible vestir con comodidad sin recurrir a prendas militares descontextualizadas. Se puede vestir muy elegante y a la vez ir cómodo y funcional.
El uso del camuflaje integral, por ejemplo, puede ser apropiado en modalidades como el rececho en solitario, pero desentona en cacerías colectivas con fuerte carga simbólica, cultural y protocolaria. En estos encuentros, la imagen proyectada cobra un valor añadido, ya que no es lo mismo ver monteros vestidos con chaquetas clásicas, botas enceradas y sombreros de fieltro, que contemplar un grupo ataviado con ropa táctica. Algunos cazadores llevan tantas ramas, hojas o camuflaje encima, que parecen más frondosos que el árbol más exuberante. La apariencia, aquí, forma parte del rito. Porque la caza, además de técnica y estrategia, es cultura. Y la cultura, no lo olvidemos, también es tradición.
- Julián López Aguado es investigador e historiador