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Mario Góngora del Campo

Mario Góngora del Campo

El Debate de las Ideas

Mario Góngora, un pensador chileno crítico de la la razón moderna

Mario Góngora del Campo nace en Chile el año 1915, ad portas de la Revolución rusa, y fallece en un trágico accidente de tránsito en 1985, pocos años antes de la caída del bloque soviético

El filósofo, académico y columnista chileno Hugo Herrera –conocido en algunos círculos fuera de su país por sus trabajos sobre el pensamiento del jurista alemán Carl Schmitt– ha publicado este año 2023 su último libro, dedicado a la obra del historiador y ensayista, también chileno, Mario Góngora, y cuyo título es, justamente, El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora. Con ocasión de presentar al público español un autor chileno de alcance hispánico y, por qué no decirlo, universal, comentamos esta última entrega de Hugo Herrera.

Menester es señalar que la figura de Mario Góngora no es del todo ajena para algunos académicos españoles dedicados a los estudios de las instituciones hispánicas en América durante el periodo indiano. Para ellos el nombre de Mario Góngora guarda alguna relevancia. Especialmente conocidas son sus obras El Estado en el Derecho indiano de 1952, Los grupos de conquistadores en Tierra firme de 1962, o Estudios sobre la historia colonial de Hispanoamérica de 1998, por mencionar solo algunos títulos. Pero, además, el vínculo con la patria española no se limita a lo anterior. Mario Góngora realizó durante 1947-1948 en España una estancia de estudios que le permitió entablar contacto con el sabio español Alfonso García Gallo, máxima autoridad de la época en Historia del Derecho Indiano, y que dejaría una inmarcesible huella en el intelectual chileno.

Mario Góngora del Campo nace en Chile el año 1915, ad portas de la Revolución rusa, y fallece en un trágico accidente de tránsito en 1985, pocos años antes de la caída del bloque soviético. Fue la suya, por tanto, una vida transcurrida en el carozo del siglo XX, el siglo de las conflagraciones mundiales. Inició estudios de Derecho en 1932 en la Universidad Católica de Chile, y desde temprano experimentó una viva y simultánea inquietud por la vida espiritual y la política. Ingresó a la ANEC, Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, el mismo año 1932, donde iba condensándose el ideario social-cristiano presente en Chile ya desde fines del siglo XIX, y que entonces, con la promulgación de la Encíclica Quadragesimo Anno de 1931, adquiría una redoblada vigencia política y cultural, desde una perspectiva católica militante, ante las agitaciones epocales.

Eran los años de las juventudes militantes en Chile y la fundación de los partidos que canalizarían su voluntad transformadora, como fue el caso del Partido Socialista (1933), el Movimiento Nacional-Socialista de Chile (1932) –que no debe ser confundido ni homologado sin más con el partido alemán del mismo nombre– y de la Falange Nacional (1938), desprendida de la Juventud Conservadora, esta última en la que Mario Góngora participó activamente entre 1935 y 1937. Son los años en Chile también de la recepción y desarrollo pleno de las vanguardias artísticas de origen europeo. Estas juventudes conforman lo que se conoce como «Generación del 38», para muchos la más importante del siglo XX chileno, a la que pertenecieron poetas como Nicanor Parra y Gonzalo Rojas (ambos Premio Cervantes de Literatura), pintores como Roberto Matta, filósofos y pensadores como Luis Oyarzún y Jorge Millas, y políticos como los futuros presidentes Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y Salvador Allende Gossens (1970-1973). Y entre todo ese prurito espiritual, el joven Mario Góngora. La característica de esta su generación, en palabras del propio Góngora en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile, será la «química de la asimilación», por la cual las vanguardias políticas y artísticas, y, en general, las nuevas corrientes de ideas europeas, son recepcionadas y asimiladas creativamente, sin ánimo de imitación u ortodoxia, atendiendo más bien a la propia situación histórica y vital.

En este contexto sitúa Hugo Herrera, en el primer capítulo de su obra, al joven Mario Góngora, subrayando que, tempranamente, el futuro historiador manifestará sus inquietudes intelectuales en el ámbito del derecho, el pensamiento político, la crítica cultural y la filosofía. Ámbitos que, de hecho, constituyen los siguientes cuatro apartados. De este primer capítulo es importante señalar que todas las áreas del saber en que Góngora plasma su interés, comparten no ser fines por sí mismas, al modo del erudito (que Góngora fue, por lo demás), sino ser medios de una inquietud anterior y más profunda, de carácter existencial. Góngora se halla implicado, inmerso existencialmente en el acontecer de su época; y la disposición con que asume las distintas dimensiones de su reflexión, surge de la necesidad vital de dilucidar su presente, y con él, su propia vida, que, en su perspectiva de honda espiritualidad católica, guarda un fondo de misterio y trascendencia.

En el segundo capítulo, Hugo Herrera aborda el pensamiento gongoriano en su aspecto jurídico, concentrado, en particular, en su primera obra académica, El Estado en el Derecho indiano, de 1952. En esta obra, de acuerdo con el profesor Herrera, Góngora da muestras claras de una reflexión jurídica distante del normativismo dominante (hasta el día de hoy), en que prima la homologación del Derecho con el corpus normativo, prescindiendo de la situación concreta a la cual remite. Contrario sensu Mario Góngora, siguiendo en este punto a la Escuela Histórica del Derecho y la reflexión, hasta entonces desconocida en Chile, de Carl Schmitt en Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica (1934), parte de una concepción del Derecho como «orden total», encarnado y efectivamente existente, que expresa el modo de existencia de una unidad política, y respecto al que el juez, o las instituciones jurídicas que deciden cómo aplicar las normas en general, deben atender para que la decisión sea proporcional y benéfica, en consideración del bien común.

El Estado indiano es expresión y caso ejemplar del modo de comprensión jurídico adscrito al pensamiento del orden concreto. Fue éste, el Estado indiano, el que, en tanto «transmisor de la cultura occidental» en Hispanoamérica, estableció los cimientos del nuevo orden social que prevalecerá. Por esta misma razón, considera el sobreseimiento, o incumplimiento de la ley, como una posibilidad del propio Derecho, y no como la mera ausencia de éste, en la medida que entre el contexto de producción de las leyes (España) y su contexto de aplicación (Hispanoamérica) dista un margen irreductible. El sobreseimiento como posibilidad jurídica expresa, en palabras de Góngora, «una superioridad de la situación indiana sobre la legislación peninsular», porque el Derecho aquí se entiende como el entramado institucional que permite el despliegue del orden social concreto que le da unidad al pueblo. Reducir el Derecho al cumplimiento de las normas, es confundir medios con fines, y comporta, en muchas ocasiones, frustrar el bien común.

En el tercer capítulo, dedicado al pensamiento político de Mario Góngora, Hugo Herrera anticipa, en primer lugar, que se trata de una «consideración orgánica de lo político» en que individuo, comunidad y Estado son las partes, irreductibles e inseparables entre sí, de una totalidad vital. Desde esta base surgen del pensamiento político de Góngora los contornos de una Teoría del Estado distante también de otras teorías normativas o constructivistas del mismo. La noción de Estado de Mario Góngora es organicista, y encuentra antecedentes remotos y modernos; en cuanto a los primeros, en Aristóteles, Santo Tomás, la tradición hispánica medieval de Isidoro de Sevilla y Alfonso X, y la formulación neoescolástica de la Escuela de Salamanca, en especial Francisco de Vittoria. En cuanto a los modernos, en Edmund Burke, Adam Müller y el romanticismo alemán en general. El Estado, en esta perspectiva organicista, no puede ser reducido simplemente a una máquina o entelequia abstracta, por el contrario, porta un impulso vital que le otorga su espontaneidad propia, haciendo de él una realidad espiritual cuya finalidad es la mediación general entre todos los intereses que se expresan en su interior, dando cause a la vida comunitaria.

En esta comprensión organicista de lo político el individuo emerge integrando ya siempre una totalidad que le antecede y supera sin que esto niegue su estatuto propio, porque la comunidad originariamente se haya contenida en el seno mismo del individuo en la forma del lenguaje, la sociabilidad y las instituciones que le dan lugar. En cuanto a la comunidad, para Góngora esta se expresaría de dos maneras, ya como pueblo, ya como nación. Con pueblo alude, al menos en el caso chileno, a la dimensión vegetativa de la comunidad, anclada a rasgos de origen como la sangre y la tierra, propios del Estado indiano. Con nación, en cambio, estamos ya frente a una nueva y superior etapa del pueblo como realidad cultural, espiritual, que porta una «misión» o «idea»; es decir, en clave hegeliana, un «contenido moral». Dirá Mario Góngora que «la nación es una solidaridad originaria en la constitución de una personalidad colectiva, plena de alguna misión o idea».

La nación es, por ello, «una tarea infinitamente larga», incesante, y que corresponde ya (nuevamente en el caso particular de Chile) al Estado republicano realizar. Este último, vale la pena subrayarlo, que se distingue pero no se opone al Estado indiano, del que, por lo mismo, en muchos sentidos es su continuación, y no su ruptura. Así se entiende la más famosa de las tesis de Mario Góngora, presente en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile: es el Estado el que ha formado a la nación. Para Góngora, dirá Hugo Herrera, el Estado tiene una labor educativa que orienta y conduce, que eleva a la comunidad a la vida común en la «idea». Escribe el propio Góngora, «es el Estado, donde se objetiva y cobra razón, forma y estilo, la comunidad de un cierto espacio y un cierto tiempo». Se trata, en definitiva de una concepción de la nación distante del sustancialismo que quiere ver en ella una entidad eterna y ahistórica, como también del constructivismo en que ésta no es más que el resultado artificial de un agregado de partes anteriores libremente concurrentes.

Posteriormente Hugo Herrera aborda la «crítica cultural» de Mario Góngora, deudor, en este punto, de la noción germánica de cultura como idea total que de la existencia tiene una determinada unidad histórica, sea nacional o, más ampliamente, civilizatoria. La crítica cultural consiste para Góngora, en tal sentido, en la elucidación del espíritu de la época moderna, cuyos fundamentos son el racionalismo, el cientificismo, el materialismo práctico y el constructivismo, y que alcanza su consumación plena en lo que el historiador y ensayista denominó «planificaciones globales», donde liberales (especialmente de cuño tecnocrático norteamericano) y marxistas soviéticos coinciden, «ya que ambos proceden de una misma raíz, el pensamiento revolucionario del siglo XVIII y de los comienzos del XIX».

Para Góngora, la concepción de mundo tecno-científica propia de la cultura moderna, implica la reducción del ser humano a simple medio, útil o cosa «a la mano» (Heidegger), disponible para el cálculo y la planificación, negando su vida interior y su correlativa realidad trascendente. Bajo este paradigma las comunidades humanas son agregados de átomos anteriores al todo, y por tanto pueden ser modeladas conforme a diseños de cuño racionalista y eminentemente abstracto, desatendiendo su «ethos nacional concreto» en palabras de Herrera, ethos que Mario Góngora designa, sin más, «tradición». Es por esta voluntad planificadora que se pretende partir desde cero, negando la tradición de los pueblos, en nombre de «utopías».

Por último el apartado, especialmente denso en términos conceptuales, dedicado a lo que Hugo Herrera considera las fuentes filosóficas del pensamiento gongoriano: el romanticismo alemán, la fenomenología existencial, la hermenéutica y el historicismo. Todas corrientes que comparten el interés por el «mundo de la vida», que nos contiene al modo de una totalidad cuya unidad no suprime las partes y su espontaneidad. Se trata de la unidad originaria entre hombre y mundo, anterior a su partición, y de la que estamos enterados por una captación directa o saber inaugural, como es la intuición. A esta unidad originaria Góngora, acudiendo a Goethe, llama «Urphänomen», el fenómeno primordial .

Para la fenomenología existencial, en particular la línea que va de Husserl a Heidegger y Jaspers, y que Góngora recepciona, los fenómenos emergen desde el mundo de la vida, en el que ya estamos implicados, por una parte, pero que incluye también una distancia o más bien un recogimiento, por otra, que nos sitúa más allá de ellos, abriéndonos paso a la vida espiritual; lo que para Góngora es la libertad, aquel «espacio infinito, pero interior» en que volvemos sobre el vínculo originario con las cosas mismas, allende su reducción a útiles «a la mano», prestas al control y al cálculo, como hace con ellas la racionalidad técnica.

Por su lado, la hermenéutica, inaugurada modernamente por Schleiermacher, también se distancia de la racionalidad técnica y se aproxima a la del artista o el juez, que deben mediar entre dos instancias, la de la regla general o representación mental, y la del caso concreto o situación, sin subordinar una a otra, adecuándolas dinámicamente. En la hermenéutica las ideas no son juicios determinantes, sino nociones que van desarrollándose y emergiendo del contacto mismo entre las facultades creativas y los materiales de los que dispone.

En cuanto al historicismo, éste enfatiza la radical historicidad de lo humano. Constituyente suyo, el hombre se encuentra inmerso en la historicidad, la experimenta desde dentro y como destino, por ser ella eso que está ya realizándose y en cuya realización estamos comprometidos. Así, la fuerza que desenvuelve la historicidad pasa por la vida interior del hombre. Con ello, lejos de cualquier fatalismo determinista (punto en que el historiador chileno se distancia de Spengler), para Góngora la historicidad es también lo radicalmente abierto, lo imposible de determinar mediante planificación o cálculo alguno. Es donde, de hecho, obra la esperanza, don espiritual tan distinto de la expectativa. Anota Góngora al respecto: «el Espíritu sopla donde quiere».

Hugo Herrera cierra esta obra dedicada a Mario Góngora, explicitando por qué se trata del último romántico. En su entender, Góngora integra, compara y cuestiona tradiciones de pensamiento emanadas del movimiento romántico y que, en conjunto con éste último, esgrimen una radical crítica al proyecto ilustrado –especialmente a sus rasgos mecanicistas, calculantes, racionalistas y materialistas, ajenos al mundo de la vida–, volviendo así sobre el fondo de encanto y misterio del que surgen en pletórica unidad el hombre y el mundo: aquello que la tradición occidental llamó, con veneración, Dios.

Mérito del profesor Hugo Herrera, nos ha acercado en El Último romántico a las principales fuentes y obras de Mario Góngora así como a sus preocupaciones existenciales e intelectuales, diseccionando los ámbitos centrales de su pensamiento. Fuentes y corrientes de ideas significativas, empero, quedan exentas de revisión, como es el caso de los contrarrevolucionarios, el renacimiento católico francés, o los tradicionalistas y personalistas rusos, dando por momentos la impresión de una unilateral influencia germánica sobre el pensador chileno. Y si bien cierta es esta deuda espiritual de Góngora con la tradición alemana, su pensamiento bebe de más fuentes e irradia en más direcciones. Por supuesto, este matiz no resta mérito a la obra de Hugo Herrera, que por su visión de conjunto forzosamente debe marginar algunos aspectos; razón, por cierto, para tomar la posta y ampliar este señero trabajo.

Sirvan aquestas líneas, entonces, como invitación a los lectores españoles a descubrir la figura y obra de Mario Góngora, el intelectual más importante de la segunda mitad del siglo XX en Chile.

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