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El llanto de los pájaros

Siegfried Poepperl

«Bienaventurados los desheredados, bienaventurados los que lloran»

Sensibilidad y ritmo se entremezclan en El llanto de los pájaros, una novela de miradas dispares, que fluctúa entre la compasión y la rabia

Presentada como heredera del «verismo descarnado» de Delibes y, al mismo tiempo, del realismo mágico (hay ecos de la joven Allende), El llanto de los pájaros, ganadora del XXIX Premio de Novela «Rafael de Cózar» y elegantemente editada por El Paseo, es una obra que, por su cadencia, se compadece más con esa tradición que con el acelerado espíritu de nuestro tiempo. Álvarez indaga en la mirada dispar de dos hermanos: Matías y Julio. Son los hijos de una prostituta que, por su pobreza extrema y por la enfermedad del menor (un enano hidrocefálico, personaje conmovedor sin necesidad de retórica lacrimógena), se ven obligados a sobrevivir en un anónimo pueblo poseído de la maldición del prejuicio y la hipocresía.

Portada El llanto de los pájaros

El Paseo Editorial (2024). 136 Páginas

El llanto de los pájaros

Isabel Álvarez

A pesar de la dureza de la propuesta, Isabel Álvarez sorprende por la sensibilidad y el ritmo atento de su prosa, más impresionista que cruda, y no exenta de cierto triste sentido del humor. Es esto fundamental, pues la autora sabe que todo lector tendrá, antes o después, la tentación de mirar a otro lado, y su habilidad radica en arrastrarnos hacia el abismo de lo que no queremos ver, con una delicadeza que, cuando ya nos ha atrapado de forma definitiva, comienza a desaparecer.

Con todo, no hay maniqueísmo en El llanto de los pájaros, y siempre un detalle redentor o condenatorio, según el caso, rompe con el peligro de caer en la uniformidad moral de los personajes: el encantador Julio disfruta torturando a unos pobres escarabajos; el maltratador Antonio «no me parecía un hombre malo», en contra de los lamentos de su mujer; el revolucionario Enrique, líder antifascista, acaba mostrándose como un cobarde; la esforzada maestra, que ofrece a Matías galletas y fruta, realiza torpes insinuaciones para escapar a su triste soledad; incluso al viril teniente se le escapa un gallo en el momento más terrible de la novela.

La obra discurre, como decíamos, entre dos miradas dispares. Al comienzo, todo está inundado por la luz de Julio, inocente, necesitado de respuestas, ávido de dotar al mundo de un carácter fabulado. En esa mirada mitificadora, Álvarez describe un universo casi mágico, a través de la certera introducción de personificaciones, que hacen del pueblo y del bosque personajes vivos. Gracias a Julio, la autora consigue atrapar nuestra atención y, sobre todo, nuestra emoción, pues logra que participemos de la indignación sin necesidad de recurrir a artificios; consigue que no apartemos la vista ante lo paupérrimo. Sin embargo, a medida que la enfermedad de este personaje se agrava, su mirada desaparece y deja sitio a la de Matías, más tendente al rencor y la rabia, quien renuncia a las respuestas y aboga por un mayor pragmatismo.

Es en esta basculación de una mirada a la otra que aumenta la oscuridad en la narración, y decae cierta elegancia y sensibilidad que, a ojo de quien escribe estas líneas, constituía el mayor mérito de la primera mitad de la novela. La impotencia se impone al deseo de sentido y redención, y la novela se ve arrastrada hacia un inevitable final catártico, que sólo deja cierta apertura a la esperanza por el hecho de que, al fin, Matías llora… y entonces sí, es capaz de oír el llanto de los pájaros.

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