Santa Madrona

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Leyendas

El amor de Santa Madrona por Barcelona

Un buque estaba a punto de levar anclas del puerto de Barcelona, cuando apareció un hombre acompañado de una doncella, y atravesando la tabla que unía la embarcación al puerto, subieron a bordo

Finalizaba el siglo III de nuestra era. Un buque estaba a punto de levar anclas del puerto de Barcelona, cuando apareció un hombre acompañado de una doncella, y atravesando la tabla que unía la embarcación al puerto, subieron a bordo. Su intención era ir a Italia. La joven miró con dolor la ciudad que iba a dejar. Sus ojos se fijaron en una marmórea villa, cerrada, que se elevaba en la Barcelona del siglo III, rodeada de árboles. Y cubriéndose la cabeza con el manto oscuro que llevaba, lloró amargamente.

—¿Por qué lloras, Madrona? —dijo el hombre—. ¿Por abandonar tu patria? ¿Acaso dejas en ella a alguna persona querida? Sin padres y sola, con tu belleza pronto servirás de burla a esos romanos, nuestros conquistadores, al paso que en la capital del mundo tendrás siempre en mí a un protector. Y por bella que sea la pequeña Barcelona, nunca llegará a la magnificencia de la poderosa Roma, donde podrás establecerte como corresponde a una doncella de tu clase.

—No lo creáis, tío y señor. Yo preferiría mi pobre quinta a todos los suntuosos palacios de Roma. Era allí muy feliz cuando vivían mis padres. Nada deseaba en aquella morada rodeada de olivos y naranjos que le daban sombra. Veía a mis pies, bella como un Edén, la ciudad y al otro mar, el inmenso mar. ¡Era tan feliz allí junto a mis padres!

El buque soltó la última amarra y el viento favorable hinchó sus velas. La joven se arrodilló.

—Los dioses te guarden, bella Barcelona —dijo—. Salud, dulce patria mía. Mi cuerpo va a Roma, pero mi corazón queda contigo. Tal vez vuelva y entonces besaré tu suelo. Y no me negarás un sepulcro en donde puedan guardarse mis cenizas, pues sentiría que mis huesos reposaran en tierra extraña.

Una bandada de golondrinas, atravesando los mares, se dirigía hacia Oriente, acompañando al buque, el cual se alejaba rápidamente de la costa barcelonesa.

—Queridas aves, mis compatriotas —dijo la joven—. Vosotras volveréis el año próximo, pero yo no sé cuándo volveré. Si más tarde puedo regresar a mi patria, vosotras me acompañaréis como ahora con vuestros cánticos, no de tristeza como los de despedida, sino de gozo como el himno del que regresa a casa.

El buque surcaba las aguas. La ciudad se había perdido en el horizonte y sólo se veían las cimas de los montes y el azul del cielo. Las golondrinas seguían al buque repitiendo sus agudos gritos y sus cánticos alegres. La joven dirigió la última mirada a los lejanos montes de su patria y murmuró...

—¡Volveré!

Ya en Roma, la joven habitaba en la casa de su tío y, a pesar de ser un hombre rico, nunca las galas realzaron su natural belleza. Siempre se la veía vestida con una túnica de lana blanca y envuelta con un manto amarillo, color que usaban las esclavas. Una redecilla de hilo de púrpura recogía sus cabellos de un rubio oscuro. Madrona era una joven de esbelta figura. Su fisonomía era de correctas facciones, más bellas que expresivas, con unos hermosos ojos azules. Sin embargo, se encontraba en Roma tan extraña como el día que llegó, y cuando salía a pasear con su tío, nada acertaba a darle placer alguno, pues siempre acudía a su mente su pequeña quinta de Barcelona.

Un día supo Madrona que en Roma había un pueblo extranjero como ella, y que, a pesar de ser romanos, eran extraños en su propio país. Madrona quiso conocerlos y oyó una doctrina para ella nueva, pues aquel pobre pueblo, olvidado y despreciado, eran cristianos. Tiempo después Madrona fue bautizada en las catacumbas de Roma.

Adquirió una imagen de Jesús crucificado, y se la llevó como un tesoro y, mostrándosela a su tío, le dijo que era esposa del Dios de los cristianos. Su tío enfureció, intentó disuadirla de su propósito y le ofreció un matrimonio ventajoso. Pero Madrona se mantuvo firme, y mientras sostenían esta lucha doméstica, el tío falleció.

Madrona se declaró, públicamente, cristiana, por lo que fue presa y se le confiscaron sus bienes. Fue vendida a una judía que la compró como esclava y se la llevó a Salónica, destinándola a servirle de criada en los más viles oficios de la casa. Plautila era la dueña de Madrona. El ama quiso convertirla al judaísmo, pero fueron vanos sus esfuerzos, ya que nada logró y Madrona continuó en su fe cristiana.

Extranjera en Salónica, como antes en Roma, nada le llamaba la atención de la ciudad, y tanto le disgustaban las palmeras de Grecia como los verdes álamos del Tíber, pues suspiraba por los olivos y los naranjos que había en su quinta de Barcelona. Por esto frecuentaba las catacumbas de Salónica como frecuentó las de Roma, lo cual fue causa de que, avisada Plautila, un día la matase a palos, como quien mata una alimaña y arrojó el cadáver a la calle. Unos cristianos recogieron, por la noche, aquel cuerpo y lo envolvieron en un lienzo blanco, coronándolo de rosas y poniendo en sus manos una verde palma y una azucena, dándole sepultura.

Pasaron los siglos y llegamos al siglo IX. El cuerpo de Madrona fue descubierto y lo trasladaron a un templo de Salónica y fue aclamada como patrona de la ciudad. Temerosos de la herejía, unos cristianos de Marsella adquirieron el santo cuerpo, y lo cargaron en un buque para emprender la marcha hacia las costas francesas. El viento los empujó hacia las costas de Cataluña, haciéndoles pasar de largo de las francesas, y una bandada de golondrinas, que venían de Oriente, acompañó el buque con cánticos. Una tempestad les obligó a refugiarse en el puerto de Barcelona. Por miedo a que las reliquias se hundieran en el mar, las desembarcaron. Inmediatamente la tempestad finalizó.

Cada vez que intentaban volver a cargar las reliquias, la tempestad retornaba. Siéndoles imposible volverlo a embarcar. Barcelona la aclamó como patrona suya, siendo la segunda, pues la primera era Santa Eulalia.

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