El asesino de las quinielas, Julio López Guixot
El asesino de las quinielas: cómo un sistema infalible, una amistad ciega y una deuda imposible llevaron a un crimen que sacudió Alicante
La historia de Julio López Guixot terminó con una ejecución en garrote vil tras una cadena de engaños, pérdidas y decisiones que arrastraron a quienes confiaron en él
La historia de Julio López Guixot tiene algo de tragedia anunciada. Murciano de origen incierto, criado en la Beneficencia y marcado desde niño por un sentimiento de agravio, llegó a Alicante en los años cincuenta con un propósito tan simple como ambicioso: destacar. En 1958 murió ejecutado en el garrote vil tras confesar el asesinato de Vicente Valero Marcial, habilitado de banca. Cuatro años antes había empezado a construir, sin saberlo, el camino que le llevaría allí.
En septiembre de 1943 se alistó voluntario en el Ejército del Aire. Su impulso le duró poco. Una carta suya, que incitaba a la rebelión, acabó en un proceso militar y en casi diez años de prisión. Al salir buscó encauzar su vida en Elche. Allí conoció a José Segarra, empleado de banca, y a su hermana Asunción, con la que inició una relación apasionada. Pero más fuerte que el amor o la amistad seguía siendo su necesidad de demostrar algo: que valía, que sabía, que podía dar un golpe de suerte que lo elevase por encima de todo.
El método que prometía trece aciertos
Para impresionar a sus nuevos amigos, Julio empezó a hablar de un sistema propio para acertar trece resultados en las quinielas. Convenció a Segarra y a otros dos amigos para crear una peña. Tiraron de créditos, algunos con intereses imposibles. No tardaron en hundirse. La familia Segarra quedó al borde de la ruina y Julio, lejos de frenar, insistió en perfeccionar su fórmula.
Lo intentó de nuevo. Buscó otros socios, presentó su método como algo casi científico y llegó a ganar varios premios, uno de ellos de 64.000 pesetas. Ese éxito lo envalentonó. Apostó cada vez más. Y volvió a perder. Sus socios se marcharon. El capital desapareció. Él quedó endeudado y atrapado entre el orgullo y la desesperación.
El plan que nació de una deuda
A esas alturas, Julio ya no aceptaba la idea de seguir siendo «una víctima de la sociedad», como repetía. Cuando la necesidad se impuso, pensó en robar. Y no tardó en señalar un objetivo: Vicente Valero Marcial, viejo amigo de Segarra y encargado de transportar dinero entre Alicante y Elche.
El plan fue tan sencillo como frío. Alquilaron una casita de veraneo en Vistahermosa, fingiendo que era para una familia de Albacete. Fabricaron una carta en la que una supuesta conocida invitaba a Segarra a visitarla con un amigo. Sabían que Valero, orgulloso de su fama de mujeriego, aceptaría. Y así fue.
Un crimen torpe y brutal
El 30 de julio de 1954, Segarra escuchó en el banco que Valero debía ir a recoger dinero a Alicante. Era el día. Pidió permiso alegando una cita médica y avisó a Julio, que llegó en moto acompañado de un cómplice de Logroño.
A las once, Valero y Segarra entraron en la casita. Julio llevaba una hora esperando. Atacó a Valero por la espalda con un pequeño yunque de zapatero envuelto en trapos. Cuando la víctima intentó girarse, recibió el segundo golpe, que le hundió la frente. En la cartera solo había 40.000 pesetas. El resto, más de un cuarto de millón, estaba escondido entre la ropa, donde ninguno de los dos asesinos miró.
Imagen en prensa de la vivienda del crimen y de la llegada del asesino a Alicante
Segarra huyó en el mismo taxi que lo había llevado allí. Julio se quedó intentando limpiar sangre y huellas. Salió a comprar una manta y un saco para envolver el cadáver, pero al cerrar la puerta rompió la llave y tuvo que pedir otra a la administradora. Regresó, encontró que el cuerpo se había movido -ya que no fue muy certero con sus golpes, lo que provocó una larga agonía- y metió el dinero oculto en sus bolsillos. Aun así, no pudo enfrentarse a la tarea de deshacerse del cadáver. Lo dejó en la casa, donde acabaría descomponiéndose. Durante meses fingió que todo estaba controlado. Incluso se casó con Asunción, la hermana de su cómplice.
El hedor que lo descubrió todo
Cuatro meses después, la administradora volvió a la casita y encontró un olor insoportable. Avisó a la Guardia Civil. Entre los restos hallaron una huella, un trozo de papel y la punta de un pañuelo chamuscado. La pista llevó primero a la desaparición de Valero y, enseguida, a Segarra, que se derrumbó y confesó.
A Julio lo atrapó aquello que siempre creyó que lo salvaría: las quinielas. Había acertado un boleto de 127.000 pesetas que solo podía cobrar en Murcia o Cartagena. Lo detuvieron a las puertas de la administración murciana, del brazo de su esposa, ajena a todo. Confesó de inmediato.
El tribunal condenó a muerte a ambos. Segarra logró el indulto. Julio López Guixot fue ejecutado en el garrote vil en el verano de 1958. Nunca tuvo suerte con sus apuestas. Y la única que pareció sonreírle terminó siendo la que lo delató.