Anoche estuve en un concierto de los Embusteros y nadie me avisó
Tribulaciones de un tipo razonablemente superficial y algo disoluto en el concierto de Embusteros
Era un martes cualquiera de finales de noviembre cuando el redactor jefe de este periódico me escribió. Álvaro, tío, si te va bien, acércate el viernes al Hangar y escuchas a Embusteros. Luego, quiero crónica y fotos. Me dijo. Ufano, me la jugué y dije que sí. Y llegó el viernes como llegan, gracias a Dios, todos los viernes, y me puse guapo. Ya sabéis.
Durante el resto de la semana hasta el día del concierto, eso es verdad, me apliqué todos los días de diez a doce. Voy a escuchar a Embusteros, me dije. Para qué. No, he de reconocer que no me fue del todo bien el resto de la semana.
Así como no quién quiere la cosa, llegó el viernes del concierto. Era un día razonablemente soleado de finales de noviembre. Y eso casi siempre significa que la felicidad, aquí en Córdoba, puede llamar a nuestras puertas, aunque nunca ocurra. Me puse serio, así soy, y pasé por alto tomar las cañas -nunca me lo perdonarán, nunca se lo confesé- con Tío Mike y Juanjo a la hora del Ángelus en el bar de siempre del barrio del Cámping. A pesar de eso, juro que el día pintaba bien. Pero no, ese viernes no.
Porque es la crónica de un viernes que nunca tuvo por qué haber ocurrido.
El daño ya está hecho, bro
El daño que a la existencia humana y a la cultura popular española -tan virtuosa en otrras cosas- ha hecho Vetusta Morla y sus degeneraciones posteriores propias de ese sub-pop patrio, aún está por escribir. Consecuencias que aún pagamos. Editoriales: cuenten conmigo, si eso. Eran buenos tiempos aquellos, dicen los notas. Entre baladas manidas, acordes menopáusicos y voces aflautadas que me recuerdan a mi prima la de Burgos, aquella que nunca tuve. Han jodido a una generación entera, como dijo aquella prima.
No tenían buena pinta los miembros de Embusteros cuando se me ocurrió echar un vistazo por las ventanas siderales aquel martes antes del concierto. Joé, me dije. No puede ser posible. Pero sí. Existen. Entre la horterada conceptual (sic) y el daño al fondo del más profundo ingenuo iris color castaño. El mío, es decir.
La cosa es que aquello no iba bien. Como un rasguño en rodilla ochentera de sancheski, aquella letra fácil y -¿levemente cuestionable?- de Embusteros que noche tras noche escuché durante casi una semana, hasta la noche final, me dolió como una copia de Cuaderno Rubio repetido por un tipo de más de treinta años que nunca conoceré.
¿Es Second otra vez? ¿Es mi madre, de nuevo, para que vuelva a casa? ¿Tal vez otra de mis ex enfadada? ¿Qué sorpresa tiene preparada el infierno para mí, de nuevo?
No me malinterpreten, soy un tipo razonablemente superficial y algo disoluto. He estado en las mejores fiestas y guateques de la provincia y nunca me he quejado por ello. He escuchado lo bueno, lo malo y lo peor. Pero esto es otra cosa.
Sobre el escenario. Caramba. Que no me lo invento. Imagínenlo. Ahí arriba, cuatro tipos con chaquetitas de Álvaro Moreno -imagínense- entalladitas y arremangadas, camisetas fashion transparentes modo rejilla, botines chelsea de Amazon -oiga, que yo también las llevo, un respeto- pelo mojao para abajo y cejas depiladas. ¿Pantalones de lentejuelas? También. Tan sofisticados como un fondo de armario de Kim Jong-un.
No me lo merezco. Esta vez de verdad que no.
Antes del concierto tuve a bien pedir unos noodles y una cerveza de importación en un tailandés de la esquina -mal digeridos, por componente anglo, fijo- y entré al Hangar. Quiero decir que entré al concierto de Embusteros sin hacer la digestión. Y así me fue.
Estos tipos me llevan a la bebida fijo. Me dije. Y entonces, empezó el concierto.
Entre las chicas guapas -algo absurdas y demasiado simpáticas- del Hangar, me pregunté qué diablos hacía con mi vida, Como un reportero gonzo aburrido y sentimental, que husmeaba demasiado, lo mismo me gané media docena de denuncias de género. La vida, a pesar de Embusteros -y eso es duro- vibraba.
Nos deleitaron Embusteros con frases como «escribí una frase sobre tu espalda, una frase inacabada» o «llevas tatuada la vergüenza en un talón» -¿de Banesto?- inquietan hasta al Jack el Destripador. Por cursi, me refiero.
Puesta de escena previsible y sucesión de canciones tipo intro cabecera de cualquier programa de La Sexta.
No, nunca estén seguros de casi nada. Ni piensen que lo han visto todo. Siempre hay algo peor. Mejor, quédense en casa, junto a la mesa camilla leyendo a Chesterton. Y menos mal que Baldomero me llevó después a La Bodega a tomar unos medios.
Porque, estén seguros, solo nos salvará del infierno aquello que leí escrito una vez en la puerta de atrás de la puerta de un váter de un pueblo de La Mancha- juraría que fue Almuradiel- en una gasolinera camino de Madrid en un bus nocturno: «VIVA SUECIA ES TODO LO QUE ODIO».