El semanario de la anormalidadPaco Ruiz

Bienvenido, Majestad

Actualizada 13:25

Sea usted bienvenido a Córdoba, Majestad.
En este tiempo convulso, y ya de indudable cambio, en el que unos y otros jugarán al peor deporte de la democracia, cual es el tirarse los trastos a la cabeza, y en el que esperemos que los insultos no sobrepasen los límites de la buena educación ( si es que la buena educación los permite), su presencia en nuestra ciudad, y además de pernocta, no puede sino ser motivo de alegría y sosiego, ése que usted representa como imagen fiel de sí mismo y como referente para el resto de los españoles.
Podrán pasar los líderes de la política, tan fugaces la mayoría de las veces como escaso su nivel intelectual y no digamos ya su empatía, que la Corona seguirá ahí, fiel a los principios constitucionales, garante de la unidad de España e imagen renovada de un país tan rico y diverso, tan solidario como amable y tan fiero como respetuoso, pues la historia cala en los genes con mayor precisión que la banalidad de los tiempos que corren y la insustancialidad de los mensajes con los que día a día pretenden transformar toda nuestra vida, desde la familia a la escuela, pasando por la discontinuidad laboral o el manejo de la res pública.
Y si además su visita obedece a situar a Córdoba en el foco de búsqueda de la paz en Oriente, qué menos debemos los cordobeses que agradecer y complacernos por ello.
Pero esa alegría no debe soslayar la tremenda responsabilidad que conlleva tal objetivo, pues la búsqueda de la paz principia por una información certera y veraz, y un uso adecuado de la misma cuya finalidad no sea otra ( en el ámbito de la conferencia que preside su Majestad el Rey ) que acabar con el extremismo violento en el Sahel, la zona del norte del continente africano.
Que el mal existe es algo indudable. Y de ese mal no están exentos los Estados o los gobiernos que por contraposición a su identidad dictatorial llaman terroristas a todos aquellos que no piensan como ellos. El príncipe de este mundo, cual Kraken mitológico, posee tentáculos tan alargados como robustos, y semillas de odio civil o religioso esparcidas por todo el Orbe, prestas a arraigar a nada que se rieguen adecuadamente.
Nuestra convicción y responsabilidad religiosa nos obliga a expandir un mensaje de paz y de amor, no ya en nuestro entorno más cercano, sino allá donde un conflicto, de la clase que sea, ponga en riesgo la vida de un congénere, desde la guerra en Ucrania, las dictaduras populistas en Latinoamérica o el triste final de miles de inmigrantes ahogados en aguas del Mediterráneo por las intolerancias que les empujan a una odisea tan insegura como a veces, las menos, heroica.
Tal vez porque el cristianismo vivió esa intolerancia tanto dentro como hacia fuera, desde la hoguera de Montsegur a la de Miguel Servet , como los salvajes saqueos de las cruzadas medievales, nos corresponde ese ingrato papel que la historia reserva a los que equivocaron sus métodos, que pasa por el reconocimiento del error y el ejemplo de la posterior reflexión, del humanismo que conllevó la mayor época de prosperidad para Europa tras la caída del nazismo.
La religión, tenga el nombre que tenga y sirva al Dios que sirva, no puede ser el arma arrojadiza para el no creyente, pues la tolerancia es el primer capítulo de enseñanza de la misma.
La convivencia, el segundo. Y si aún hoy estamos aprendiendo la primera lección, no por ello la esperanza debe desistir en su empeño de conseguir que nuestra oración, nuestro Padre Nuestro, sea un rezo de amor sobre el que cimentar la convivencia en paz de todos los hermanos que conformamos este planeta.
Podrán tildarme de iluso, y puede que lo sea; de utópico, y seguramente sea así. Pero no me puedo permitir ser intolerante. Crítico, siempre; y con el que más, conmigo. Pero la intolerancia corroe el alma de tal guisa que no quisiera para los míos un mundo donde aquélla condicionara cada uno de nuestros pasos.
Lo dicho, bienvenido Majestad.
PDA: Bajo tus alas protégenos, San Rafael.
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