Relatos en verdeRafael del Campo

El cuerpo de Cristo

Actualizada 05:00

I.- Le habían pedido que sustituyera al Párroco de una Iglesia cercana y que celebrara la misa de ocho de la mañana. Así que el Padre Mateo se levantó un poco más temprano de lo habitual y después de sus oraciones y de asearse debidamente, cogió el portante: dudó entre ir en la moto o en ir paseando pero, sin pensarlo mucho, decidió ir a pie. La ciudad, a esas horas, estaba aun medio dormida y se podía escuchar el silencio y vislumbrar a los gorriones que comenzaban a revolar por los arboles de la avenida. Además, como el otoño estaba recién nacido, el sol retemblaba una hermosa luz, entre melancólica y dulce, que le confortaba por dentro.
Todo ello le recordaba a su niñez en el pueblo, años antes de entrar en el Seminario. Y rebinando sus pensamientos, sus recuerdos, continuó el camino. A veces, cuando paseaba, la mente se independizaba de su voluntad y lo llevaba a su niñez: a la Charca del Mesto, donde cazaba ranas; al bar de Segismundo, donde se tomó sus primeras cervezas y donde, una noche fría de invierno, cuando lo de ser sacerdote era algo impensable, besó por primera vez a una chica: a Cande. Y sus salidas al campo, con su abuelo, para revisar las cercas de la finca y reparar las roturas por donde a veces se escapaba el ganado….
II.- La Iglesia estaba ya abierta y en la sacristía le esperaba el acólito: un hombre de estatura recortada, fibroso y veloz, que en un santiamén tuvo dispuestas las vestiduras del sacerdote.
El Padre Mateo preguntó:
- ¿ Viene mucha gente a Misa ?
El sacristán era hombre de pocas palabras así que, en vez de responder, se limitó a oscilar su mano derecha. En lenguaje gestual quería comunicar que regular, que no mucha.
Luego, en un exceso de locuacidad, apuntó:
- A la Misa de once vienen más.
III.- Efectivamente había pocos feligreses. Un pitarrillo de gente mayor, madrugadora, estaba diseminada en las primeras bancas : no eran más de doce o catorce. Un par de jóvenes al fondo, con traje de ciclista, habían dejado las bicicletas apoyadas en un rincón. Y en uno de los laterales mal iluminados, bullían confusamente las sombras de un grupo de seis o siete personas más. Eso era todo.
Trató, como siempre, decir la Misa con unción. Pero a veces, sin saber por qué, la mente se independizaba de su voluntad y lo llevaba a su niñez: a la Charca del Mesto, donde cazaba ranas; al bar de Segismundo, donde se tomó sus primeras cervezas y donde, una noche fría de invierno, cuando lo de ser sacerdote era algo impensable, besó por primera vez a una chica: a Cande. Y a sus salidas al campo, con su abuelo, para revisar las cercas de la finca y reparar las roturas por donde a veces se escapaba el ganado…. Y entonces se sorprendía diciendo la Misa automáticamente, como una máquina que trabaja con precisión, pero sin conciencia y sin sentimiento, sin reparar realmente en lo que está haciendo…
Tal vez fuera culpa de los evocadores rayos de luz otoñal, tibios y melancólicos, que entraban por la puerta mal encajada y que, contra su voluntad, le llevaban a un pasado que aun estaba muy presente. Por ello, tan pronto se daba cuenta de sus despistes, un poco avergonzado de sí mismo, volvía a la unción que pretendía.
La consagración sí la hizo con especial piedad. Para él la Eucaristía lo era todo. Y también dar la Comunión. A veces se preguntaba si los fieles recibirían la comunión con la unción debida o, como a veces le pasaba a él al celebrar, sería para ellos un acto mecánico, una costumbre a la que, por repetida, se le privaba del valor que tenía. Era consciente, no obstante, que él no podía censurar a nadie la falta de fervor que a veces percibía en los feligreses , porque él no era, ni con mucho, irreprensible ni, por tanto, un ejemplo a seguir.
IV.- Bajó las escalinatas del altar para distribuir la comunión. Unas viejecillas se acercaron renqueantes. Un señor mayor y muy repeinado, ayudado por un bastón, también se puso en la cola. Los ciclistas del fondo se turnaron: uno se acercó a comulgar y el otro se quedó vigilando las bicicletas . Al volver, el compañero se incorporó a la fila.
Antes de subir las escalinatas y tornar el altar, el Padre Mateo miró al fondo de la Iglesia. De uno de los laterales mal iluminados surgió un grupo de seis o siete personas: eran el fraile de Los Hermanos de la Cruz y seis personas acogidas en la casa de caridad. Para el grueso de los mortales eran seis disminuidos, seis discapacitados o seis deficientes… Se acercaban torpemente, con andares bamboleantes e irregulares. El fraile trataba de ordenarlos. Pero era difícil que guardaran una compostura uniforme. Todos sonreían. A lo mejor con muecas poco apolíneas; a veces incluso desencajadas; para alguien, sobre todo para los acostumbrados a cánones de belleza puramente formales, esas sonrisas podían parecer hasta repulsivas.
Los esperó con toda compostura. Sólo concentrado en dar la comunión a esos hermanos. Recordó el pasaje evangélico :
- « Lo que con uno de estos pequeñuelos hicisteis, Conmigo mismo lo hicisteis…»
El Padre Mateo extraía del Copón la Hostia consagrada, la mostraba al comulgante, y decía :
- El Cuerpo de Cristo.
Con un hablar babeante y a trompicones el fiel contestaba:
- Amén.
Y tomaba la Hostia en sus manos y luego, toscamente, se la llevaban a la boca.
Así uno detrás de otro. El Padre Mateo se estuvo fijando en los ojos de estos comulgantes. En todos brillaba una extraña luz, una mezcla de fe y caridad, pero también los agitaba un vago temblor donde se entreveía la necesidad de ser confortados con este Sacramento, en el que Cristo les era dado y ellos participaban del propio Señor.
Tras la comunión, el Padre Mateo siguió al pié del altar, observando en silencio como esos hombres tornaban a sus bancos: torpemente, bamboleantes, desordenados….guiados por el Fraile.
Por la puerta principal, mal encajada, entraron súbitamente, con una fuerza inesperada, los rayos de una hermosa luz solar, una luz que ya no era tenue ni melancólica, sino poderosa, arrolladora y feliz…….
Y el Padre Mateo, entonces, se conmovió, porque supo, con esa seguridad inapelable que no da la razón, sino la Fe, que había ofrecido el cuerpo de Cristo al mismo Cristo.
- « Lo que con uno de estos pequeñuelos hicisteis, Conmigo mismo los hicisteis…»
Fuera de la Iglesia la ciudad se iba despertando, cada vez más ruidosa, cada vez más ausente, cada vez más ininteligible…
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