Relatos en verdeRafael del Campo

La extraña teología de Casimiro Cañete

Actualizada 05:00

I.- Casimiro Cañete sólo creía en el maestro Domingo Ortega y en la Virgen de su pueblo; en Dios creía a veces, muy de tarde en tarde, y en los hombres nunca, como es de ley. Bien cierto es que Don Evaristo, el cura de su pueblo, solía reprochárselo pero, como el propio Casimiro replicaba, se cree en lo que se cree, no en lo que se quiere creer. A pesar de ser un tonto muy reconocido, Casimiro, a veces, tenía arranques filosóficos, lo que abunda en la tesis de que la estulticia es algo muy relativo o, cuando menos, difícil de clasificar.

Desde chicuelo Casimiro fue distraidillo y luego, cuando creció y le pusieron el pantalón largo, alcanzó la consideración de tonto del pueblo, cosa que aceptaba con naturalidad, quizá porque conviene acostumbrarse a las propias características, otra cosa es terquedad que no lleva a ninguna parte y venero de frustraciones e incluso melancolías.

Por ello Casimiro desempeñaba su oficio de tonto con aplicación y hasta con regocijo y, en rigor, nadie le hacía sombra a la hora de acompañar cortésmente forasteros despistados a la fonda de Damián o en ir con rapidez a comprar tabaco al estanco de la esquina cuando algún paisano, afanado en una partida de cartas o en un trato de ganado, le decía, mientras le alcanzaba unas monedas:

- Casimirín, arrímate a por tabaco, majo.

Y para allá salía Casimiro, pim, pam, pim , pam, sobando los dinerillos, siempre diligente y amable.

La vida de Casimiro hubiera sido siempre así, simple y feliz, un punto rutinaria y boquiabierta, sí, pero feliz, que es de lo que se trata, si a los muchachos del pueblo no se les hubiera infundido la malvada idea de trocar el tradicional apedreamiento de perros por el afán desmedido en lapidar a Casimiro:

- Se le atina más fácil y a veces se le ve la sangre,

decían cruelmente y, aunque cueste admitirlo, tenían razón, porque Casimiro era voluminoso , lento, y de pellejo frágil y varicoso y los perros, como es sabido, ágiles y prietos de carnes.

II.- Amargado por esta circunstancia Casimiro pasó el verano cavilando, escondido cerca de la fuente, a la sombra de una gran acacia, sumido en pensamientos, seguramente babeantes, tal y como eran sus palabras, que siempre llevaban un hilillo de saliva entreverado en el sonido que las hacía difusas y escurridizas.

Hubo momentos incluso en que Casimiro, sentado cerca de la fuente, a la sombra de la acacia, soñó; esto es peligroso porque no hay duda de que soñar trascorda la razón pero lo cierto es que soñó y, por tanto, debe decirse.

Soñando, Casimiro se veía en el bar mandando a por tabaco ( él no fumaba pero eso qué importa) o indicando a cualquier mozo que acompañase a un forastero a la fonda de Damián y aconsejando, entre servicial y docto: «no deje usted de probar las natillas de leche de cabra para el postre, no hay otras iguales en el mundo, se lo digo yo……» y a veces, pocas, hay que reconocerlo, pero a veces, se imaginaba apedreando mozos y, entonces, se le desataba algo parecido a la risa, era más bien un espasmo contenido y sonoro, y la panza le temblaba en amplias sacudidas, parecía una sopera llena de natillas de leche de cabra de las de la fonda de Damián, y si alguien pasaba por allí cerca, a lo mejor una mujer que iba a la fuente a por agua, le advertía irónica : “ Casimiro, que es sabido que la sombra de la acacia nubla el entendimiento “ y seguía su camino indiferente, ocupada en sus afanes y sus preocupaciones, sin reparar demasiado en el tonto Casimiro que, en rigor, era un ser que importaba bien poco.

III.- Ya en septiembre, cuando pasaron las calores, Casimiro había resuelto sus dudas y entendía llegado el momento en que aflorasen sus pensamientos y de que sus sueños se hiciesen realidad.

Era el día de la Virgen y en el pueblo había toros. Compró una entrada de sol y protegido con un gorro hecho de papel de periódico se acomodó en su localidad. Se dio suelta al primer burel: era un toro zanquilargo y pellejudo, bizco del izquierdo aunque bien puesto de pitones, castaño de capa, boquirrubio y, sobre todo, manso, manso “ pregonao “. Cualquiera hubiese entendido que no era el toro apropiado pero Casimiro qué sabía de eso. Domingo Ortega no pudo meterlo en el capote y el animal, abanto, se refugió en los terrenos de sol.

Fue entonces: sobre el albero apareció una figura rechoncha, torpemente vestida, la camisa desarrapada, los pantalones colgones, el perfil mal plantado.

Alguien dijo:

- Es Casimiro, el tonto.

Casimiro agitó un trapajo rojo mientras babeaba:

- Lo de tonto se va a acabar ya; a partir de ahora me van a respetar más que a su madre .

Se calló un momentillo y al instante enlazó :

- Más que a su puta madre, digo….…

El toro se arrancó con violencia y Casimiro le vio entonces los ojos iracundos:

- Jé, toro jé …

Oyó el tropel de su galope tamborileando la arena:

- Jé, toro ……..

Se fijó en el movimiento de las orejas del morucho que batían el aire y, antes de tener fuerzas para percibir nada más, las piernas se le durmieron y cayó al suelo.

Cuando el cornalón estaba ya en el horror de todas las gargantas apareció, plácido y templado, suficiente, majestuoso, el capote del maestro Domingo Ortega y, como si fuera un imán, se llevó al toro. Entonces hubo aplausos y también muchas risas y el personal, aliviado, se aplicó con fruición a beber tintorro y jamar presillas de jamón, de morcilla o tocinaco, cada cual según su economía u opulencia porque la vida, algunas veces, es bella y debe ser festejada.

IV.- Han pasado muchos años y a Casimiro ya nadie le apedrea, quizá porque es costumbre perdida, quizá porque nuestro país ha evolucionado mucho en algunas cosas, quizá porque Casimiro es ya un viejo bondadoso y algo desvalido, quien sabe….Pero él, que es terco, sigue diciendo que lo salvó de la muerte el maestro Domingo Ortega, que le hizo el quite con el manto de la Virgen.

Y, por eso, cada tarde, antes de que Andresín, el sacristán, cierre la Iglesia, Casimiro, sin quitarse la boina, le reza un Padrenuestro a su dios, el maestro Domingo Ortega y luego, de pasadas, le da las gracias a la Virgen por «emprestarle» al maestro el mantón, con el que se llevó el toro . Don Evaristo, el cura, lo solía recriminar por esta idolatría, pero Don Evaristo murió hace ya muchos años y el nuevo párroco, un joven con barba y sin sotana, que conduce acelerado y risueño un seat panda rojo, sostiene que la teología no es una ciencia exacta, que aún tiene contornos por descubrir y que Casimiro lleva su parte de razón.

La señorita María Angustias, que limpia la Iglesia cada miércoles, dice que el Obispo no piensa así, pero esto, si fuera cierto, tampoco importa mucho.

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