Pateos por CórdobaTeo Fernández

De la Electromecánicas al cuchillo en el Coliseo

Juntos vivimos la chilena de Diego Ribera o el gol en el descuento de Gallego al Atlético de Madrid

Actualizada 05:05

La felicidad consiste en una sencilla mezcla entre paz y fascinación por lo cotidiano. Sin embargo, en la sociedad actual, enfocada en el constante nuevo estímulo, ambos factores se están convirtiendo en rarezas. De hecho, ahora lo excepcional, lo insólito, es lo cotidiano. Quizá esa sea la próxima revolución necesaria: La de la normalidad.

En Córdoba lo hemos vivido en el ámbito del fútbol. La época más feliz del último medio siglo, por hermosa y estable, no fue la adrenalina de la temporada 2014-15 con nuestro equipo en Primera División, sino el periodo que siguió al ascenso a Segunda de 1999 tras un largo periplo en Segunda B.

Disfruté aquella etapa durante dos temporadas abonado a Preferencia, yendo a los partidos con Santiago, un amigo de mi padre, su hijo y otros amigos suyos. Juntos vivimos la chilena de Diego Ribera o el gol en el descuento de Gallego al Atlético de Madrid.

Mis padres habían conocido a Santiago y su mujer, Antoñi, porque la hermana de esta (Ana) tenía un local de prensa (luego kiosco) cerca de mi casa. Se convirtieron en esos amigos que son casi familia y, gracias a dicha amistad, conocí la barriada (o las barriadas) de la Electromecánicas. Hay gente indocta (como quien esto escribe) que al nombre que le quita la «s» y dice «la Electromecánica». Además, se supone que popularmente la llaman «la Letro», pero yo nunca he escuchado utilizar ese apelativo de manera espontánea. Además de ser indocto, debo de estar poco socializado en Córdoba.

La cuestión es que Santiago y Antoñi vivían allí y lo habían hecho siempre. Por un lado, el padre de Santiago, Paulino Pérez, nacido en León, recaló en Córdoba porque era militar y futbolista (recordemos que la Sociedad Deportiva Electromecánicas fue una de las semillas del Real Club Deportivo Córdoba); «El pequeño leonés» le llamaban.

Por el otro, también Antoñi y Ana se habían criado en el barrio, viviendo... ¡hasta en tres localizaciones diferentes! En una entrevista que aparecía en la publicación realizada en 2017 con motivo del centenario del nacimiento de la empresa, señalaban que en la misma «han trabajado nuestros maridos, nuestros suegros, nuestros hermanos, nuestros tíos, nuestro padre... a mí me hacen así y me salen chispas».

La compañía SECEM (Sociedad Española de Construcciones Electromecánicas S.A.) se creó en 1917 en Madrid y ubicó su complejo industrial al oeste de Córdoba, concretamente en el ángulo creado por la bifurcación de los ramales de la vía del tren que iban a Málaga y Sevilla.

Al norte de los mismos, junto a la carretera de Palma del Río, edificó para sus trabajadores unos barracones que ya alojaron a los que construían la propia fábrica y a los que se le fueron sumando otros que con el tiempo tendrían diferentes usos. Era el llamado barrio de «La bomba», ya que contaba con un pozo que tenía dicho sistema de extracción. Todavía puede verse uno de estos barracones, aunque supongo que de factura posterior, en el flanco sur de la carretera (calle Acera de Alamiriya).

Desde entonces, hasta principios de los sesenta y en diferentes etapas, se fueron construyendo los vecindarios de casas unifamiliares, siempre propiedad de la empresa, que sirvieron como vivienda a muchos trabajadores. Para empezar, al lado contrario de la carretera respecto a los barracones se realizó el barrio I (Electromecánicas I), que hoy se encuentra encajado entre la Ronda Oeste y la calle Nuestra Señora de Begoña. En esos primeros años se creó también el barrio de los ingenieros o empleados, con piscina, pista de tenis y otros servicios exclusivos que le daban tintes de urbanización. Este se encontraba al pasar el actual viaducto a la izquierda. A occidente del mismo se realizaron luego la iglesia (consagrada en 1947 a la Virgen del Rosario) y el barrio a continuación de esta, el II. Finalmente, el más ambicioso en cuanto a tamaño: el III, que volvía al lado norte de la carretera, situándose más alejado de la ciudad que el I (en concreto, frente al Parque Azahara).

Al margen de los aderezos privativos del barrio de los ingenieros, el complejo urbano de Electromecánicas contó con diversos servicios para sus habitantes: la mencionada iglesia, economato, colegio de niños (edificio que hoy es centro diurno para personas mayores) y colegio de niñas (edificio luego sede del Club de Matrimonios La Unión) o campo futbol. Este, según me cuentan, servía también como cine de verano, convirtiéndose en punto de encuentro de las cuatro barriadas donde tanto a Antoñi como a Ana se les declararon sus respectivos maridos. Y mención aparte merece el cuartel de la Guardia Civil, que con el tiempo llegaría a tener un uso mucho más desenfadado.

La necesidad de mano de obra llevó a crear la escuela aprendices, cuyo edificio, inaugurado en 1947, es hoy un centro de diálisis. Y es que en esa década trabajaban en la fábrica 4.000 personas, un porcentaje impresionante de la población de Córdoba. Sin embargo, la crisis industrial de los setenta le afectó de lleno. No quiero aburrir al lector con cuestiones técnicas como qué firmas pueden considerarse continuadoras de la actividad de SECEM. Lo que nos interesa es que esta desapareció oficialmente en 1978 y ya en el siglo XXI se perdió casi todo el complejo industrial.

Manuel Sedano, que fuera empleado de mi padre (en un ámbito que nada tenía que ver con la Electromecánicas), se crió en el barrio de los ingenieros y recuerda cómo aquel final de la empresa coincidió, además, con el golpe de estado en Chile de 1973. Afirma que llegaron muchos ingenieros de allí a los que se dieron buenos cargos, ante lo que se decía que se estaba «engordando para morir». También me cuenta que la vivienda que tenía adjudicada su familia fue eliminada, como parte de dicho barrio (incluida la piscina), al crearse el túnel de Los Omeyas.

Antoñi sí continúa viviendo allí. Una o dos veces al año doy un paseo hasta su casa con Sunday (mi perro), me invita a café o a cenar en el patio (también con Ana) y recordamos viejos tiempos. A menudo mencionamos una anécdota que tuvo lugar pocos meses después de que yo dejase de acompañar a su marido y su hijo a los partidos del Córdoba porque disfruté de una beca Erasmus en Roma durante el curso 2001-02.

Santiago y ella fueron a visitarme con mis padres, en coche, y entre las muchas viandas que llevaron había, por supuesto, un jamón de Los Pedroches. Descargaron todo en la puerta de mi piso antes de seguir hasta su hotel, y al instalarse en el mismo se percataron de que habían olvidado darme uno de los bultos que traían para mí. Como era una mochila, les dije que no se preocupasen, pues podían llevarla al día siguiente cuando fuéramos a hacer turismo y yo cargaría con ella toda la jornada hasta mi regreso a casa. Así lo hicimos. Y entramos al Coliseo. Algo pitó en el detector de metales del acceso. La abrimos... y apareció el correspondiente cuchillo jamonero. Mi querido lector no puede imaginar la cara que pusieron los Cabarinieri.

El autor del artículo, en noviembre de 2001, en el Coliseo, con la mochila

El autor del artículo, en noviembre de 2001, en el Coliseo, con la mochila

Al recordar episodios como este, me viene a la cabeza lo que escribía Vila-Matas: «Qué días aquellos cuando uno camina sin saber que el tiempo camina con nosotros». Eso era la felicidad. Comprar regalos de Navidad para toda mi familia, siendo un niño, en la tienda de Ana. Que, ya adolescente, tus padres dejen el piso para ti solo el fin de semana porque se vayan de viaje con Santiago y Antoñi. Disfrutar cada dos semanas con el sol de cara en la grada de Preferencia en Segunda División. Cosas maravillosas y sencillas. Como crecer, vivir y morir en la Letro.

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