De este agua no beberéRafael González

Carne de apocalipsis

Lo primero que hace un español ante el fin del mundo es irse a un bar y pedirse un tercio y unos boquerones en vinagre. O media de bravas. En mi barrio multiétnico, mientras los chinos comenzaban a hacer el agosto en pleno abril, los cordobeses buscaban cobijo en los diferentes bares de una Ciudad Jardín todavía refrigerada a esa hora, con cervezas y tapas frías para los que ya no tenemos butano en casa. Todo es eléctrico. Si se esfuman 15 gigavatios de repente sin aparente explicación no puedes hacerte un café, una tortilla francesa, darte una ducha templada. El butano, tan español, también está desapareciendo del paisaje urbano, de los termos con encendedor electrónico que con un apagón todavía pueden ser operativos con una cerilla.

Los bares se llenaban al mismo ritmo que crecían los guardias espontáneos, señores que se veían obligados a organizar el tráfico en los cruces locos, en las rotondas traidoras y multiplicadas, en todas esas encrucijadas que si bien interpelan al policía que casi todo español lleva dentro, sin luces de colores se vuelven más dinámicas y fluidas porque resulta que la gente, oh, sabe conducir y organizarse sin la señalización luminosa. La libertad, cuando se abre paso aunque sea por un apagón, resulta ser más eficiente. La libertad y el gasoil han demostrado su valor en el día sin fluido eléctrico. Les han ganado a las ordenanzas municipales y a las renovables. El gasoil ha salvado más vidas este lunes en los hospitales que todas las megaplantas solares de Lopera, provincia de Jaén. El gasoil ha mantenido también a las televisiones, las emisoras de radio y las redacciones de los periódicos activas mientras se preguntaban dónde estaba Sánchez – algunas- o «nuestro presidente tarda en comparecer», en la SER y Radio Nacional. Después, mientras España llenaba los chinos en busca de velas y los bares, los móviles se iban quedando a oscuras y tiramos de la radio para que al día siguiente algunos titularan lo de ,oh, la radio de siempre, la noche de los transistores y demás lugares comunes de la nostalgia de una radio que tampoco existe ya aunque se encienda en lo negro sin farolas del apagón misterioso.

También se comenzaba a avivar el relato, el mantra, la narrativa que salva de volcanes, inundaciones, esposas corruptas, ministros puteros y apagones súbitos. La calma, la normalidad, la buena gestión estatal y pública, eran y son como el Negreira del madridismo sociológico y mediático, el trampantojo que esconde lo chungo, la mentira del prestidigitador que saca un conejo con una mano mientras con la otra te sirla la cartera. Ahí seguimos, con el misterio y la incompetencia, sin dimisiones ni responsabilidades, pero con calma y normalidad ante la parálisis de todo un país. Qué madurez la del pueblo que hace coreografías mientras todo se hunde. Qué sentido del humor, nos dicen. Ponga otro tercio de Estrella aunque esté calentona. Porque lo primero que hace un español ante el fin del mundo es irse a un bar mientras cae el meteorito. Y Sánchez lo sabe. Sabe que somos carne dócil y sumisa de apocalipsis. Y que después nos prometerá una paga con cargo a los Next Generation.

Cuando ya no quede nada.

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