
Icono conmemorativo del Primer concilio de Nicea
En el aniversario del Concilio de Nicea
«Hora es ya de que en Occidente se reconozca y restaure en su lugar la insigne figura de esta gloria de Córdoba, confesor de la fe y campeón de la Ortodoxia»
El primer viaje del Papa León XIV será a la ciudad de Nicea, en Turquía. El motivo es bien sencillo: el 20 de Mayo de este 2025 se conmemora el MDCC aniversario de la apertura del Concilio de Nicea. No se trata de un Concilio más en la Iglesia, ni su relevancia se debe solo a que fue el primero ecuménico de la Historia. El motivo de su trascendencia va más allá y para conocerlo hay que acudir a sus precedentes, a sus pronunciamientos y a sus consecuencias.
La herejía de mayor envergadura y peligro en los primeros siglos fue la del Arrianismo. Esta herejía era una reacción de fondo racionalista ante la fe cristiana (Belloc, H. Como aconteció la Reforma, 1945) ya que, al suprimir la divinidad de Cristo, ponía al alcance de la razón humana uno de sus dogmas de fe. Esto facilitó el interés por ella, su crecimiento, y extensión. Pero, además, esta doctrina se rebeló particularmente grave, ya que laceró fuertemente a la Iglesia durante largo tiempo, comenzando en Oriente, y prolongándose en una posterior etapa iniciada con crisis final del Imperio romano de Occidente, que acabó en manos de los pueblos bárbaros integrados en él, y seguidores de aquella creencia.
Todo comenzó hacia el 318, con el sacerdote Arrio de Alejandría, que partía de la consideración de Dios como uno plenamente, eterno, increado, e incomunicable, plenamente inmutable, para concluir que, en consecuencia, la creación del Universo, fue llevada a cabo por una criatura distinta a Él, con funciones mediadoras, un agente de la Divinidad, pero sin ser Ella. (Llorca, Historia de la Iglesia católica, Vol. I, 1991). Se trataba de un reflejo lejano del Demiurgo platónico, una concepción que rebajaba la condición del Logos a la de criatura. Sobre ello comenzó a proclamar «que hubo un tiempo en que el Hijo no existía», transmitiendo que era criatura del Padre, y, por tanto, no compartía la misma esencia y naturaleza divina.
La intervención de Constantino
Al decir de Lortz (Historia de la Iglesia en la perspectiva del pensamiento Vol. I. 2003), ello en Alejandría produjo un fuerte impacto y todo el clero se levantó bajo la dirección del Obispo Alejandro y su diácono Atanasio contra semejante concepción tan diferente de la fe de los cristianos. Insistentemente predicaron la verdadera divinidad de Cristo y en un sínodo Alejandro excluiría a Arrio de la Iglesia. Pero la controversia se extendió y llegó a afectar a toda la Cristiandad. El Emperador Constantino, que anhelaba la unidad de la Iglesia, trató de apaciguar el clima con una carta enviada a los dos grandes protagonistas, pero su propósito no alcanzó éxito. Fue así como finalmente llegó a convocar un Concilio de Obispos orientales: el Concilio de Nicea.
Arrio y sus seguidores fueron condenados en los Anatemas del Concilio, y, para cortar el paso a todo nuevo brote de controversia sobre la materia, aquella Asamblea redactó el célebre Símbolo Niceno en el que se introdujo la explícita afirmación de que el Hijo es consustancial (homoousios) al Padre, esto es, de su misma sustancia divina. Se trata de un Símbolo que hay autores que consideran que bien puede partir de un Credo bautismal ya existente, al que se le añadieron algunas precisiones terminológicas para contrarrestar los errores arrianos, y cuya fórmula es la que sigue:
«Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo.» (Dezinger y Hünermann, El Magisterio de la Iglesia, nº 125)
En las raíces de Europa
Expuesto todo lo anterior, resuena entre nosotros ahora una frase tan bella como brillante y elocuente: «El viejo árbol de Europa hunde sus raíces en tres colinas: la colina de la Acrópolis, la Colina del Capitolio y la Colina del Gólgota». Ciertamente, la Filosofía griega, el Ordenamiento Jurídico romano, y el Cristianismo como elemento moldeador de aquellos dos, son los manantiales de los que brota el caudal de nuestra Civilización. El equilibrado, pero a un tiempo rígido y en ocasiones hasta bárbaro Derecho romano, se humanizó y recibió la impronta de la Caridad emanada del Cristianismo, a partir de que a la sombra de las águilas imperiales de Constantino, se le concedieran alas de libertad en el Imperio. Y si Platón y Aristóteles fueron estrellas con luz propia en la Historia del Pensamiento humano, San Agustín, el Águila de Hipona, y Santo Tomás de Aquino, el eminentísimo Doctor Angélico, sobre los cimientos de aquellos dos insignes filósofos se elevaron para brillar en el firmamento de una Verdad infinita y trascendente.
Hoy, como allá por el Siglo IV, frente a las tesis surgidas en Alejandría, Nicea representa, ni más ni menos, la afirmación fundamental y contundente, que quedó asentada como un pétreo sillar desde entonces de manera indubitada en el Símbolo de la fe: Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre. Es indudable que nos hallamos en la conmemoración de un acontecimiento esencial en la forja de nuestra Civilización: la de la afirmación de la verdad fundamental del Cristianismo. Y sin él, sin el Cristianismo, no se entiende Europa, porque está en su misma raíz. Él ha sido quien ha acrisolado a fuego los metales preciosos del pasado fundiéndolos en el tesoro de nuestra Cultura europea.
El protagonismo de Osio
En este contexto, es preciso también recordar a la figura clave de este Concilio: Osio de Córdoba. En Nicea tomarían parte 318 Obispos, destacando el papel que jugaría aquel, quien lo presidió y actuó en él como Legado pontificio, y aportó ese fundamental obsequio para la Cristiandad de la fórmula y redacción del Credo niceno. (De Clercq, V. C. Ossio de Córdoba, Aportación a la era de Constantino, 2017) El prestigio del gran Obispo de Córdoba se vio posteriormente ensombrecido por algunos escritores que lo sitúan ya anciano, centenario, cediendo, tras presiones y torturas, a la fe arriana. Pero, como bien demuestra el testimonio de Atanasio, «Murió Osio protestando de la violencia, condenando la herejía arriana y prohibiendo que nadie la siguiera en su interior» (Menéndez Pelayo, M. Historia de los heterodoxos españoles 2007). Venerado como Santo por la Iglesia ortodoxa el 27 de Agosto, y por la Iglesia cristiana oriental el 9 de Septiembre, hora es ya de que en Occidente se reconozca y restaure en su lugar la insigne figura de esta gloria de Córdoba, confesor de la fe y campeón de la Ortodoxia, de quien sus mismos adversarios escribieron «Su autoridad sola puede levantar al mundo entero contra nosotros. Cuanto él dice, se escucha y acata en todas partes.»
Juan Luis Sevilla Bujalance es Profesor de Derecho eclesiástico del Estado de la Universidad de Córdoba