Banda Congui

Banda ConguiGustavo Morales

Crónicas castizas

Congui, historia de un marginal

Luis nació en el barrio de la Uva. Como era bajito y de tez oscura le llamaban «conguito», Congui para resumir. De todos sus hermanos, es el único que todavía entregaba algo de dinero a su madre. Los demás se fueron, huyendo del ambiente sórdido, demasiado incluso para ellos. Su hermano montó un negocio, a ras de la ley, con una furgoneta. Su padre vive en un bajo húmedo de Lavapiés. La más pequeña está en el hospital, de caridad, muriéndose de SIDA.
A Congui al principio le bastaba sisar en las cajas de los bares donde trabajaba de camarero. Luego logró poner un negocio a medias con un esquizofrénico y transportaba heroína por toda España, hasta que acabó cayendo en su propia trampa y consumía su producto mortal.

Logró poner un negocio a medias con un esquizofrénico y transportaba heroína por toda España, hasta que acabó cayendo en su propia trampa y consumía su producto mortal

Antes de los euros conseguía los mil duros diarios para caballo mediante algunos robos en El Corte Inglés aprovechando que parece poca cosa. No sabe leer ni escribir. Nadie le enseñó. Pero sabe conducir. Pone unos cuantos libros en el asiento para poder ver por el parabrisas pero ignoro cómo se las arregla para llegar a los pedales.
A la muerte de su madre se convirtió en un vagabundo sin hogar. Queda en él un resto de moral que le impide robar a una vieja o dar el tirón a un bolso: «Tío, ni cuando me levanto con el `mono´ me se (sic) pasa por la cabeza», presume con espíritu gigante tras el rostro exánime. Su cuerpo descarnado y breve fue rechazado por el ejército, ni siquiera le admitieron cuando fue llamado a filas: «No di la talla», sus interlocutores miran de abajo a más abajo y comprenden.
Aprovechando la pandemia, visitaba los escondites de camellos conocidos, donde sabía que algo quedaría. Efectivamente, fumaba desesperado los últimos restos de heroína, de «caballo», abandonados en los zulos de drogas durante el encierro.

El negro Simón

Al encontrarse con Simón recuperó parte de su sentido de comunidad. Hasta entonces había estado solo, lo buscaba, harto de palizas en las calles, navajazos de camellos a los que no había pagado, bofetadas repetidas en la comisaría de turno. Se convirtió en el guía del grupo, sabía dónde encontrar lo que necesitaban. Era un conseguidor.
Entre las ruinas de la adolescencia corre Simón, cuero y lona sobre una moto antaño cromada, cuyo motor ruge con fuerza. El motorista otea a su alrededor, sin mirar al pasado, una vez más ha logrado despistar a moros y cristianos, casi tanto le da. Es el boss, lo sabe, le gusta.

Se convirtió en el líder del grupo, sabía dónde encontrar lo que necesitaban. Era un conseguidor

Suspira satisfecho el jefe Simón, «se ha acabado por hoy», busca a su basca, está rulando en esos soportales. «A ver quién me invita a un chino». Sus compañeros le saludan cuando descabalga la moto, olvidando un instante respirar ansiosos los vapores de la heroína recalentada sobre un pedazo de papel de aluminio. Las mujeres, casi guapas, desesperadamente delgadas, rodean expectantes a los recién llegados en busca de una porción de botín.
–Colegas, mirar lo que les hemos levantado a los morubes. El Simón le ha dado una mojá a un mojamé que se ha quedao seco en el sitio. –comenta Congui desmontando la burra.
Simón avanza, anda con las piernas arqueadas. Sonríe a su chica, curvando sus gruesos labios cortados. Ella le mira con una sonrisa desangelada, enseña un hombro huesudo por la chupita de cuero intentando parecer sexy. Sería una yonqui más si no colgara del brazo de Simón.
Toda la tribu está imbuida de un aire roquero: tupés y banderas sudistas, chocantes en el negro Simón que luce sobre su piel africana tatuados la pica, el arcabuz y la ballesta. Pocos saben qué es. Congui, sí.
Viven sin destino, sin esperanza, luchan para vivir un día más. Y su vida nunca ha sido tan intensa, satisfactoria y letal. Será corta, mucho.

Y su vida nunca ha sido tan intensa, satisfactoria y letal. Será corta, mucho

La banda de motoristas se reúne, de tarde en tarde, en algún lugar tranquilo de la Casa de Campo, animados por cócteles de anfetaminas, opiáceos y alcohol. Congui está contento, ya ha perdido el miedo cerval de sus inicios. Hace tiempo que no teme ser detenido, algunas veces injustamente. Se consolaba pensando que éstas iban por otras impunes en Aurrerá, Huertas, Malasaña y San Pol de Mar. No tiene miedo, ignora que mañana morirá de sobredosis.
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