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Crónicas Castizas

De Francisco a Paco, de ejecutivo a herrero

Francisco siempre llevaba gemelos y corbata sempiterna haciendo juego con sus ojos azules, agresivo ejecutivo de Telefónica, American Express, Tabacalera… Se le rifaban por ser un estratega, una mente portentosa, uno de los que empezó con aquello de crear el perfil de cliente en base a las compras que realiza con su tarjeta para personalizar las ofertas. Superávit de dinero y déficit de tiempo. Alguna escapada de cazador a Serbia y alguna aventura convirtiendo una pequeña asociación de usuarios en un poderoso lobby. No sabía muy bien si Madrid le mataba o al revés. Siempre me decía: «La regla de oro, quien pone el oro, pone las reglas». Y así era, así es y probablemente será.
Sabía aconsejar: «Compra esto, subirá y te diré que vendas y, cuando te lo diga, hazlo; probablemente seguirá subiendo unos días, pero si no me haces caso, perderás. El último duro que se lo quede otro». Funcionaba y ya te creías un experto y te dejabas embaucar por el director de la sucursal. Francisco te advertía: «Ojo, el director te aconsejará la inversión en la que él se lleve más comisión, luego la que más interese al banco y, por último, la que te interese a ti». No fallaba.

Cambió el frío ordenador por la fragua ardiente, el escritorio por el yunque, la Montblanc por el martillo

Pero un día, ya en la cuarentena de su vida, algo hizo cortocircuito en la mente de Francisco, ahíto de briefing, de branding y de Excel. Cambió el frío ordenador por la fragua ardiente, el escritorio por el yunque, la Montblanc por el martillo. Y se hizo herrero, moviendo hierro y no cuentas, forjando en caliente sin reuniones previas, evitando alabeos del acero durante el templado sin comidas de trabajo. Cambió el cuello blanco por el azul, el traje por el mono, los zapatos italianos por las chirucas de monte.
Se dejó la barba hirsuta y algún trozo del dedo anular en la forja. No bebe whisky de una sola malta sino vino en porrón o en bota y en su mesa es más frecuente la cuchara del guiso que el cuchillo del chuletón de buey de Kobe. Por su ventana ya no ve la plaza de Manuel Becerra, de Roma para los castizos, sino la serranía de Cazorla.
Es feliz con sus tres hijos. Sus amigos van a verle de cuatro en cuatro, de tres a once, de tarde en tarde. Se llama Paco.
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