Conferencia sobre legionarios en la División Azul

Conferencia sobre legionarios en la División AzulGustavo Morales

Crónicas Castizas

El coronel no tiene quien le escuche: el secuestrador de la Real Gran Peña

Me cogió por el brazo un caballero trajeado que, tras felicitarme gentilmente por mi intervención, llevó su discurso hasta el que vi que era su tema favorito, él mismo. Al llegar al capítulo XXVI de su vida le señalé que mis amigos me estaban esperando y él contestó tan fresco como una lechuga, que podían seguir haciéndolo porque él no había terminado de darme la plasta, aunque no fueron esas sus palabras, las que pronunció, pero sí las que yo oí nítidamente.

La Real Gran Peña, un viejo club madrileño, fue el marco donde impartí una conferencia sobre la presencia de legionarios españoles en las filas de la División 250 de la Wermacht, conocida como División Azul. No se turbe el lector que no se la voy a dar ahora. El acto fue patrocinado por la Fundación Tercio de Extranjeros que recoge generosa a legionarios de vidas rotas en la calle, y les da un techo y un asiento en la mesa, cuando menos. Al acabar el acto, al que asistían algunos amigos empujados más por su amabilidad que por su interés, bajamos al bar de socios, entre los que no me encuentro, que está en la planta baja de la Gran Peña, un club que aún dispone de una corbata y una chaqueta para los asistentes que ignoran su tradicional protocolo de vestimenta. En principio incluso estaba vedada la entrada a las mujeres. Cuando por fin pudieron hacerlo vieron que el club misterioso al que acudían sus maridos a leer la prensa y charlar con sus conocidos, la Gran Peña, era una esfinge sin secreto alguno. Al igual que les pasó cuando llegaron a la Universidad. En realidad, las mujeres habían entrado antes a la Gran Peña dado que sus baños fueron los primeros en disponer de un bidé. Puesto que en un reservado un conocido general se solazaba con la artista más pimpante del momento.
Acudimos al bar, como dije, cuando acabé de perorar. Y al llegar mis amigos ocuparon la barra, entonces me cogió por el brazo un caballero trajeado y canoso que, tras felicitarme gentilmente por mi intervención un par de segundos, llevó su discurso hasta el que vi de forma cristalina que era su tema favorito, él mismo. Al llegar al capítulo 36 de su vida en doce tomos le señalé que mis amigos me estaban esperando y él contestó tan fresco como una lechuga, que podían seguir haciéndolo porque él no había terminado de darme la plasta, aunque no fueron esas sus palabras, las que pronunció, pero sí fueron las que yo oí. Entonces apretó más fuerte mi brazo. Me comunicó con altanería no exenta de arrogancia que era coronel como argumento de autoridad para presionar a este legionario raso. La verdad es que suelo ser respetuoso con la edad e incluso con las jerarquías que suelen acompañarla. Pero no era el momento ni la persona. Cuando le hice saber que tenía que irme, la presión sobre el brazo aumentó. Y el torrente de palabras que salía de su boca se hizo catarata. Mientras me exigía una educación de la que él era deficitario, dado el interés inexistente de su discurso, le hice saber que la carencia de educación era la suya por haberme secuestrado prácticamente, e impedido reunirme con Mahou y con mis amigos, que carecían de la caridad suficiente para venir a rescatarme. Le recordé a usía que al acabar la charla hubo un turno de ruegos y preguntas en el que no intervino y podía haberlo hecho. Y me explicó que el tema del que hablé no le interesaba un pimiento y que él hubiera hablado de otra cosa y puesto otro título. Pero que él, bla, bla, bla, bla, bla, bla. «Porque yo. Bla, bla, bla, bla, bla, bla», decía. Solo y sin armas, bla, bla, bla, bla, bla, bla. Me reuní con otros, y con el sargento Villena y fui a comprar armas bla, bla, bla, bla, bla, bla, y así seguía. Batalla tras batalla. Pero ninguna era Balaclava ni la del Ebro. Ni tenía para mí el menor interés. De forma bastante más enérgica, vacías mis reservas de paciencia y agotadas las de tolerancia, le dije que coger a un desconocido, llevarle a un rincón y darle la murga hablaba muy mal de la instrucción y urbanidad que había recibido en su casa y en el colegio. Y que me soltara del brazo que tenía que irme con mis amigos. Y si él necesitaba contarle a alguien sus aburridos pensamientos y sus sosas experiencias, le aconsejaba que se hiciera con un amigo comprándolo si era necesario, pero tal no era mi caso. Y le exigí que me liberase. En aras de evitar una escena que al final hizo llamándome maleducado casi a gritos y algo más. A lo que yo repliqué harto, que la mala educación era de quien asaltaba un desconocido con alevosía para aburrirle mortalmente con sus historietas. Al volver con mis amigos y plantearles lo que pasaba, de lo cual eran plenamente conscientes, pues no habían perdido ripio de la escena, el entonces secretario de la Gran Peña me hizo saber que el dichoso coronel era conocido como el plasta oficial del lugar. Al afearle a Luis no haberme rescatado me dijo que en esa operación corría el peligro de que el rescatador cayera en manos del secuestrador como rehén y él se vería obligado a quedarse y perderse la diversión de los los pintorescos calificativos que le hice yo al estrellado para escapar de sus garras, y la cosa se hubiera eternizado por la obligada cortesía de su cargo hacia un socio, aunque fuera ese.
Por eso les recomiendo que tras ser pacientes como Job en el turno de ruegos y preguntas no lo sean más con los salteadores posteriores que temen volver a casa donde no les espera nadie o peor aún, sí les espera.
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