Embajada extranjera en España

Embajada extranjera en España

Crónicas castizas

Los nativos del embajador

Isacio era recio, fuerte, con una cabeza romana espléndida sobre una talla exigua, escueta, que disipaba el aspecto de tribuno del imperio que le daba su testa patricia

En la embajada, en varias, por economía de medios o desconocimiento de la ubicación local contratan a personal nativo que sin status diplomático mantiene en funcionamiento la legación foránea y representa un cierto choque cultural con la gente importada del país en cuestión.
Uno de los chóferes que servían en la antigua embajada imperial, hoy republicana, era Isacio Ferreras. Hay gente que se llama así. Fue militante de la Agrupación Socialista de Carabanchel. Cuando termina la guerra civil, la de los tiros, no la de los bolígrafos que aún perdura, decidió emigrar con cierta comprensible premura al norte de África. Y allí en la tierra mora se alistó, cómo no, en la Legión extranjera. La francesa, dado que en la nacional, la de Millán Astray, Isacio suponía, errado, le iban a mirar con malos ojos a causa de su militancia socialista en aquel entonces, pues desconocía la peculiar historia de la bandera legionaria Palafox, orlada de izquierdistas. Pero cinco años con los Képi blanc, que era el enganche mínimo con los galos, eran demasiados y desertó.
Tras mil trapisondas partió hacia México donde como Hernán Cortés tuvo su Malinche, generosa en formas y actividades. Pero Isacio no quiso, rara ave, construir su hogar sobre el dinero que los prebostes del PSOE se llevaron a puñados al exilio en el barco Vita por citar un caso. Y marchó Isacio al norte cruzando el río Bravo de tierras mexicanas a tierras arrebatadas a los mexicanos, donde hizo de todo laboralmente hablando menos de indio en un salón. Fue taxista en Santa Fe y también más lejos, en Nueva York. Como le gustaba hablar y era hombre de ideas originales expuestas con amenidad, tuvo bastante éxito. Aunque reacio a echar raíces aún, siguió peregrinando por lo que finalmente marchó y trabajó, o eso contaba, en los campos del medio oeste. Isacio era recio, fuerte, con una cabeza romana espléndida sobre una talla exigua, escueta, que disipaba el aspecto de cónsul del imperio que le daba su testa patricia.
Tras muchas vicisitudes sin cuento y con él, regresó a Europa y de Francia, primer país del Viejo Continente donde recaló, con cierto apuro volvió a España, porque aún se acordaban allí que tenía un compromiso sin cumplir con el Ejército francés. En España, animal de costumbres, volvió a la Agrupación Socialista de Carabanchel. Y allí en el barrio, cosas veredes, conoció a un vecino, españolista por más señas, que le ofreció trabajo en una embajada de un país musulmán revolucionario. Isacio sabía conducir, tenía experiencia en la gran manzana, cosa que siempre admiran los antiamericanos, y conocía bastante mecánica de los enormes coches gringos de la embajada, hablaba inglés y chapurreaba francés. Era el chófer ideal para los diplomáticos si no fuera por su incontinencia verbal y una falta de respeto genética por las jerarquías que él achacaba más al carácter que a la ideología. Más aún la rechifla crecía si los nombres eran impronunciables. Y sus intentos de vocalizarlos eran risibles.
Isacio también importó a su mujer mexicana que, a pesar del paso del tiempo, mucho, seguía teniendo atractivo ante sus ojos y ejercía de esposa, más alcoba que cocina, que alegraba los días y las noches. Y alejaba los malos humores de Isacio, gran andarín y de vida sufrida, interesante y variada hasta el infinito.
Otro de los conductores de la embajada era Ángel, hijo de un español emigrado a Francia y trabajador de la Renault donde aprendió lo suyo. Su tío, un minero ciego a causa de un barreno y encuadrado en la ONCE, tenía un hijo vecino de un azul en Carabanchel Bajo. El hijo, corredor de rallys, no le hacía ascos a bajarse al moro de vez en cuando y subirse medio quilo de hachís de las tierras de M6 en Ketama para trapichear en el barrio y consumo propio, decía. Los diplomáticos contrataron a Ángel no por las habilidades de su primo, que desconocían, sino por sus conocimientos de mecánica y porque era un conductor asaz habilidoso, aunque los trajes de raya diplomática le sentasen como un tiro en un cuerpo más acostumbrado a la cerveza que al gimnasio. Ángel era más sociable que socialista. Y a veces las cámaras de la embajada le enfocaban liando porros con el jardinero, que decía llevar una foto de su dios en la cartera, correspondiente al gurú Maharachi, por quien el joven hortelano sentía auténtica veneración, que recomendaba la búsqueda de la alegría y de la satisfacción personal. Él tuvo muchas satisfacciones.
Ambos, conductor y jardinero, tuvieron que dejar el empleo cuando dedicaron un minuto a pensar en su futuro, pues la sede diplomática no pagaba ni harta de grifa seguridad social y las quejas de los empleados nativos contratados se perdían en el Ministerio de Asuntos Exteriores que alegaba que aquello no era territorio español. La liebre saltó y la necesidad de un contrato legal se hizo perentoria cuando se jubiló el más veterano de todos los españoles, el señor Güemes, a quien le habían dado la vuelta a la lengua por un cáncer galopante y él seguía fumando alegando que había tardado setenta años en tenerlo por un lado de la lengua y que tardaría otros setenta en tenerlo en el otro. La explicación no era muy científica, pero el señor Güemes, siempre vestido con su loden verde, se libraba así de los lamentos contra el tabaco de su entorno.
A todos ellos dedico estas líneas que soportan mi media docena de lectores.

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