Conferencia en la Universidad, el Dr. Orella en la presentación de mi libro.
Crónicas castizas
Duele envejecer, pero la alternativa es peor
La sucedieron a las muertas dos ingleses, uno algo granuja: entre Drake y Wellington, que se metió en una obra de reforma más difícil e inquietante que la española del 78, con la que arruinó la vida plácida de sus vecinos, ¡caramba qué coincidencia!
Han desaparecido todos mis vecinos mayores. Primero fueron los del piso de encima, esos que antes llamaban «el principal». Murió la señora y se quedó en la vivienda en usufructo su criada; llevaban tanto tiempo juntas que no estaba claro quién era quién, a excepción hecha de los atavíos, menos todavía tras el fallecimiento de la titular cuyo vestuario heredó la Petri, que ponía la radio a todo trapo los sábados por la mañana exclusivamente, atronando el patio y calentándome los cascos. Era la mejor informada de lo que acaecía dentro y fuera de las escaleras. La sucedieron dos ingleses, uno algo desaprensivo entre Drake y Wellington, que se metió en una obra de reforma más difícil e inquietante que la española del 78 que arruinó la vida plácida de sus vecinos, ¡caramba qué coincidencia!, y el último británico que allí mora sobre mí es pianista, a quien agradezco en sosiego que no toque el trombón.
Luego, tempus fugit, murió en mi comunidad la pareja que vivía abajo, la que se quejaba con razón cuando la vetusta caldera Junker perdía agua en lugar de aceite y aparecían manchas de humedad en sus paredes. Primero se fue él, se notó poco porque era hombre discreto, alto y educado, que no se hacía sentir; ella era, en cambio, más suelta de lengua, directa y combativa. Precisamente por ello supe algo de la historia de la casa gracias a sus palabras. Era el disco duro del edificio, la memoria de un edificio antiguo que ya salía en alguna novela de Pérez Galdós, junto al mítico restaurante «La Criolla», en cuya planta superior Manuel Fraga ofrecía hace mucho tiempo una comida con queimada gallega a los periodistas.
También comiendo allí una paella con mi amigo Antonio, hombre gruñón y manitas, supe que no hay que contar un chiste bueno a un amigo cuando tiene la boca llena de granos de paella y está sentado frente a ti.
En la barra de ese bar nos invitaba los domingos por la mañana el aristocrático padre del Crápula, calculen cómo era para que nosotros le llamásemos así a aquel joven veterinario, a quien reclamaba el pago su hijo gritándole «anciano» impostando la voz.
Fueron muriendo todos los viejecitos que vivían en la casa, siendo relevados, casi siempre, por jóvenes, a alguno de los cuales no reconozco ni esperando el ascensor, y ahora el viejecito de la comunidad soy yo.
También mis jefes de antaño, entre ellos el director de El Rotativo, Vilamor, y mis amigos, se fueron al otro lado del arco iris. Y sus muertes nos golpean, duelen, vaya que si duelen, pero la vida sigue inexorable, no podía ser de otra manera, es un hilo que no se rompe nunca del todo, lo hace individualmente. Aunque para mí el golpe desgarrador, el inolvidable es la muerte de la madre, recuerdo indeleble que te escoltará mientras vivas.
Otra cosa es la fábula de aquel hombre que pactó con el Maligno que a su muerte se acabase el mundo y así fue, se acabó el mundo y la carne para él, no para los demás. No se fíen de la palabra de un tramposo.
Todo esto viene a cuento del pasado 29 de octubre. Hablando en una presentación de un libro se juntaron buena parte de mis amigos, mucha carne de quirófano como Luis, Eugenio, Lúpulo, Santi, Juan Antonio, Carlos o Pájaro y los dos más maduros, Vicente y Juan, cuyo ADN les mantiene lejos del bisturí. Y algunos jóvenes, sin duda despistados, o movidos por su buen corazón o a golpe de silbato universitario. Viendo la mayor parte del panorama, recordé la frase: «Otras calvas en otras calaveras brillarán venerables y católicas» al decir de Machado, el otro, el asaltacunas.