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04 de mayo de 2024

En primera líneaRamón Pi

«Desjudicializar» la política

Tratar de desequilibrado a alguien que con sus disparates consigue ser el presidente del Gobierno es propio de un amigo, porque significa exonerarle de toda responsabilidad, y eso sólo lo hace un amigo fiel cuando se le acaban los argumentos

Actualizada 01:30

Lo dicen tal cual, de cara, sin tomarse la molestia de pensar en el ridículo en que se sitúan presumiendo de demócratas y soltando esta melonada grandiosa. Si nos ponemos en plan comprensivo y benevolente, tendremos que decir que no saben lo que dicen y que por eso merecen perdón. Porque «desjudicializar la política» es exactamente postular la arbitrariedad y negar eso que se explica en primero de Derecho, que es el imperio de la ley. No saben nada de nada, y yo lo lamento mucho porque son paisanos míos y los catalanes teníamos (seguramente falso) un cierto prestigio de gentes más bien cultas, al menos en asuntos muy elementales para alguien que se dedique a la política.
Verán: un sistema de convivencia democrático se basa en un principio que es el imperio de la ley. Una ley que obliga a todos, incluidos los legisladores. Donde no hay ley, se establece la arbitrariedad y la ley del más fuerte, o sea, la ley de la selva. Un país civilizado resuelve los conflictos apelando al poder judicial; el sistema judicial es de suyo complejo, el orden de los procesos contiene todas las garantías para que, al final, que tiene que llegar tan rápido como sea posible, se dé a cada uno lo suyo. O sea, que se haga justicia, según la síntesis sabia de un tal Ulpiano.
Si las leyes no son justas, hay que elegir a otros legisladores. Pero mientras una ley esté en vigor, hay que cumplirla, a no ser que una persona considere que una ley determinada va contra su conciencia. Pero para que opere este trato excepcional hace falta otra ley que legitime la objeción de conciencia. Así es como funciona un sistema de convivencia democrático.
Cuando un magistrado dice en una conferencia que hay que arriesgarse a manchar la toga con el polvo del camino, estamos ante un peligro público: he aquí a alguien que nos anuncia que, según cómo sea la presión, prevaricará.
Ilustración: jueces

Lu Tolstova

Si los ciudadanos, en periodo electoral, votan al partido que coloque a un magistrado que avise que va a prevaricar si las presiones que sufre son lo bastante fuertes, entonces, si esos votantes son lo que los sociólogos llaman «masa crítica», tendrán lo que se merecen, y arrastrarán a la gente normal a un sistema corrompido en su mismísimo corazón. Porque al final, en último término, en una democracia todo acaba dependiendo del sentido de los votos del pueblo soberano. De ahí que sea de la máxima importancia la correcta formación de los ciudadanos desde edades muy tempranas. Y por eso muchos quedaron boquiabiertos cuando un país sin apenas demócratas ni monárquicos aprobó una monarquía parlamentaria sin más tiros que los que pegaban los terroristas, con la fama de cainitas que veníamos arrastrando desde la guerra civil.
No vale discutir quién vigila a los vigilantes, porque este tipo de discusiones no conduce a ninguna parte. ¿Quién vigila a los vigilantes de los vigilantes? Y así sucesivamente. Es precisa una norma que establezca algún automatismo, aunque, como toda obra humana, no será perfecta. Y, sobre todo, es indispensable la formación en democracia del pueblo soberano.
Dicen algunos que lo que nos está pasando merece ser tratado por los psiquiatras en vez de los penalistas o los jueces. O incluso los políticos. Discrepo de este punto de vista. Un loco se da cabezazos contra la verja del sanatorio; un cuerdo hace que los cabezazos se los den otros. Tratar de desequilibrado a alguien que con sus disparates consigue ser el presidente del Gobierno es propio de un amigo, porque significa exonerarle de toda responsabilidad, y eso sólo lo hace un amigo fiel cuando se le acaban los argumentos.
Se pone uno colorado por tener que escribir cosas tan rudimentarias, pero es que vamos por mal camino, y cada vez es más difícil volver a los estándares de unos modos mínimamente democráticos sin violencia. Unos cuantos aventureros están aprovechando los resquicios de una legislación con muchos sobreentendidos (que son los que acaban en malentendidos) para cargarse la Constitución, la democracia, el imperio de la ley, los derechos humanos y los modos civilizados de convivir. Y esto no solo se produce en España, aunque vamos a buena velocidad, sino en todo el llamado Primer Mundo. Pues bien, tampoco esta generalización me consuela.
  • Ramón Pi es periodista
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