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Cataluña: las cosas claras

Sabemos que las naciones son, en gran parte, obra de la voluntad humana y que no sólo deben limitarse a existir, sino que están obligadas a justificarse y honrar su presencia

Actualizada 10:34

Una vez aprobada la Ley de Amnistía se insiste en la necesidad de profundizar en políticas de diálogo, de concordia entre diferentes, lo que anuncia nuevas concesiones y privilegios. Entre otras, la creación de consejos de justicia autonómicos, antesala para la fragmentación del poder judicial, o la financiación y condonación de la deuda. Se olvida que tanto el nacionalismo catalán como el vasco se nutren de un pensamiento identitario que rechaza lo español y que, cuando alcanzan un acuerdo, no lo hacen guiados por una sincera voluntad de convivir, sino como una maniobra táctica de quien no está dispuesto a renunciar a ninguna de sus aspiraciones.

Si volvemos la vista atrás y nos sumergimos en la historia de España podremos comprobar que los nacionalismos sólo han retrocedido cuando han tenido enfrente a un Estado fuerte. No pretendo en modo alguno defender un régimen autoritario pero sí preguntar por qué se ha producido este cambio en la sociedad vasca y en la catalana, esa mutación social y política, precisamente cuando las más ambiciosas expectativas de autogobierno y de defensa de sus signos de identidad colectiva no sólo se han visto satisfechas, sino que han sido ampliamente superadas. Cuesta entender que los nacionalismos, después del inmenso daño y sufrimiento que han causado, sigan conservando su prestigio. Quizás cuatro décadas de exaltación de la diversidad, de los elementos diferenciales, muchos de ellos artificiales, y de menosprecio de nuestro rico patrimonio común, lo expliquen .

El vacío que deja un Estado, que es percibido, por su inacción, como una mera abstracción, favorece las aspiraciones nacionalistas, pues los ciudadanos desean sentir, para bien o para mal, esa presencia, tener fe en un Estado democrático, pero fuerte y protector.

Sabemos que las naciones son, en gran parte, obra de la voluntad humana y que no sólo deben limitarse a existir, sino que están obligadas a justificarse y honrar su presencia. Debemos preguntarnos si queremos conservar a España, tal como la conocemos, para las generaciones futuras. Para asegurar su persistencia, la nación tiene cumplir una misión. Y la misión de España es proteger y garantizar el progreso y la igualdad de todos sus ciudadanos sin que prevalezcan entre ellos las diferencias que impliquen privilegios o injustificadas ventajas. Su fragmentación, además de un nuevo fracaso histórico en un proceso que se inicia en el siglo XIX con la pérdida de las provincias americanas, supondría un empobrecimiento colectivo y un riesgo de enfrentamientos fraticidas. Aquellos territorios se perdieron no porque el régimen virreinal fuera opresivo, sino porque España era percibida por sus élites como algo lejano, banal y prescindible.

Para conjurar tales peligros , no por un cálculo o interés político, sino con las luces largas de la historia no hay otra alternativa que defender al Estado, asegurar su presencia en todo el territorio nacional, recuperar el prestigio y la fe en sus instituciones y valores. Los enemigos de la democracia en España tienen rostro conocido. Y no queda más remedio que hacerles frente si queremos seguir viviendo en paz, democracia y libertad.

Se ha proclamado que nuestra Constitución, a diferencia de otras de nuestro entorno, no es una Constitución militante. Sería conveniente replantearse hasta qué punto son legítimos los proyectos políticos que tienen como objetivo la destrucción del sujeto constituyente, tal y como aparece configurado en nuestra Constitución, y que incumplen de manera sistemática nuestras leyes. El artículo 2 establece que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles y el artículo 6 establece que el ejercicio de la actividad de los partidos políticos es libre dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Los que defienden la secesión de sus comunidades no pretenden una mera reforma de la Constitución, sino la destrucción de lo que constituye su fundamento.

En el primer acto de la nueva legislatura catalana han sido elegidos una mesa y un presidente del Parlamento separatistas por la desunión de los grupos constitucionalistas. Además, la elección se ha producido vulnerando lo establecido por el Tribunal Constitucional sobre voto telemático. Ninguna novedad cuando se ha acostumbrado a la opinión pública a que se incumpla la ley.

La situación es grave y aún puede serlo más. Sabemos que la reconstrucción no es empresa fácil, que se ha perdido demasiado tiempo. Pero todavía es posible actuar. Los partidos constitucionalistas deben reaccionar con firmeza y unidos frente al reto separatista. Si no lo hacen, llegará el día en que nos preguntaremos si nuestros hijos, en cualquier territorio de España, podrán seguir diciendo que son españoles.

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