La Vendée: el pueblo que no quiso traicionar su fe
Miles de prisioneros fueron atados y arrojados al Loira para que se ahogaran, en parte porque las guillotinas estaban desbordadas por la cantidad de ejecuciones. Mujeres embarazadas, niños, sacerdotes, ancianos... todos considerados «enemigos de la libertad»
Mientras los manuales escolares repiten el relato de una Revolución Francesa que trajo libertad y derechos al mundo moderno, hay una región entera cuyo recuerdo incomoda, cuya resistencia se silencia y cuya destrucción se sigue evitando nombrar por lo que fue, un «crimen de Estado». Esa región es la Vendée. Y su historia es la de un pueblo campesino que se negó a renunciar a su fe, a su rey y a su modo de vida. Y por ello fue castigado con el exterminio.
La insurrección comenzó en marzo de 1793, después de que la Convención revolucionaria decretara la leva forzosa de 300.000 hombres. Esta medida, que imponía cuotas de reclutamiento obligatorias por departamento, afectó principalmente a los campesinos, obligándolos a alistarse en un ejército al que no sentían pertenecer y por una causa que no compartían. Lejos de verse como un deber patriótico, fue percibida como una imposición brutal de un régimen que ya les había arrebatado su fe y sus costumbres. Pero el malestar venía de antes. La Constitución Civil del Clero había roto la comunión de la Iglesia francesa con Roma. Los sacerdotes que se negaban a jurar fidelidad a la nueva república eran deportados, encarcelados o asesinados. Las parroquias rurales quedaron vacías, el calendario cristiano fue abolido, el domingo desapareció y las campanas callaron. La religión fue sustituida por el culto a la Razón y a un Ser Supremo civil, sin redención ni misterio.
Cuando la política se reviste de mística y la ideología se erige en tribunal, los derechos se debilitan y las libertades quedan a merced del poder
Los campesinos del oeste de Francia, profundamente católicos, se alzaron con un grito claro: «¡Por Dios y por el Rey!». No eran aristócratas ni clérigos rebeldes, sino granjeros, artesanos, curas rurales y jóvenes que no querían matar ni morir por una república que les había robado hasta la misa. Formaron el Ejército Católico y Real, bajo el liderazgo de figuras como Jacques Cathelineau, un humilde vendedor ambulante convertido en líder carismático de los insurgentes; Henri de La Rochejaquelein, joven noble de apenas veinte años que se convirtió en símbolo de valor y entrega; o François de Charette, marino y estratega brillante que prolongó la resistencia hasta 1796.
También destacaron figuras humildes y anónimas: campesinos sin instrucción, molineros, tejedores y labradores que, sin conocimientos militares ni formación política, empuñaron mosquetes anticuados, trabucos herrumbrosos o incluso herramientas de labranza convertidas en armas. Fueron el alma popular del levantamiento, quienes con su coraje espontáneo y su arraigada fe sostuvieron la lucha día a día. Entre ellos destacó Jean Cottereau, más conocido como Jean Chouan, campesino y contrabandista que lideró la resistencia en la región vecina de Maine, inspirando a otros insurrectos rurales. Aquel campesino dio incluso nombre a un movimiento paralelo, el chouanismo, que extendió la insurrección a otras regiones del oeste francés. También se recuerda a mujeres como Renée Bordereau, que luchó vestida de hombre junto a las tropas reales, ganándose el apodo de 'la doncella de la Vendée'. Participó en más de cuarenta combates, fue encarcelada durante años y se convirtió en símbolo del valor femenino frente al terror revolucionario. Tomaron ciudades, derrotaron columnas republicanas y, durante meses, pusieron en jaque al poder revolucionario.
No eran aristócratas ni clérigos rebeldes, sino granjeros, artesanos, curas rurales y jóvenes que no querían matar ni morir por una república que les había robado hasta la misa
La respuesta de la Convención fue implacable. Se enviaron las «columnas infernales» del general Turreau, que arrasaron más de 6.000 aldeas, quemaron cosechas y ejecutaron a todo sospechoso de simpatizar con los rebeldes. En Nantes, el comisario Jean-Baptiste Carrier organizó las noyades, miles de prisioneros fueron atados y arrojados al Loira para que se ahogaran, en parte porque las guillotinas estaban desbordadas por la cantidad de ejecuciones. Mujeres embarazadas, niños, sacerdotes, ancianos... todos considerados «enemigos de la libertad».
El historiador Reynald Secher ha documentado que las víctimas superaron ampliamente las 117.000 personas, y algunas estimaciones elevan la cifra hasta los 200.000 muertos en aquella región entre 1793 y 1796. Su tesis, basada en archivos demográficos, es clara: fue un genocidio ideológico. La cifra resulta escandalosa para quienes insisten en mantener intacto el relato edulcorado de la Revolución, pero la evidencia está ahí. Se quiso exterminar a una población por su religión y su fidelidad al orden cristiano.
Y, sin embargo, la resistencia no se apagó. Charette aguantó hasta 1796. La fe no pudo ser arrancada de los corazones de aquel pueblo. Incluso hoy, la región mantiene viva su memoria, sus cruces, sus caminos martiriales. No hay en ella rencor, pero sí verdad. Y la verdad es esta: la Revolución, en nombre de la libertad, masacró a quienes no aceptaron su dogma, y para quienes se resistieron, significó la muerte.
Quizá por eso sigue doliendo recordarla. Porque pone en cuestión los cimientos de un relato moderno que se ha querido limpio y ejemplar. Pero la historia no se borra. Lo ocurrido en aquellos campos de trigo y oración es una advertencia. Cuando la política se reviste de mística y la ideología se erige en tribunal, los derechos se debilitan y las libertades quedan a merced del poder.
Pepe Fernández del Campo es licenciado en Derecho, máster en Derecho de la IA y doctorando en 'IA en la Internacionalización de Empresas'