Diez muertes ridículas de escritores: la peligrosidad de los higos, el colirio y los gatos carnívoros ¿A quién no le ha caído una tortuga en la cabeza, o le han lanzado un higo asesino; o se ha matado con el bote de colirio? Ricardo Franco Madrid 07/06/2022 Actualizada 05:03 Facebook Twitter Whatsapp Whatsapp Enviar por Email Si al pobre dramaturgo Esquilo en pleno efluvio teatral un águila le confundió su brillante calva con un apetitoso animal, y le tiró una tortuga dejándole de esta guisa, al poeta griego Terpandro de Lesbos, un higo lanzado desde el público, le entró en la boca en plena interpretación, dejando al mundo huérfano de sus versos para siempre.Gtres. El bueno de Walt Whitman, poeta estadounidense por antonomasia, quiso donar su cerebro a la ciencia para que los investigadores de la supuesta ciencia frenológica, pudieran profundizar en sus misterios. Dicho y hecho; una vez muerto y llevado su cuerpo a la Universidad para la investigación deseada, justo en el momento de sacar el valioso órgano de la peluda cabellera del poeta, al médico se le resbaló el frasco de éter y el cerebro lleno de versos del bardo de América se espanzurró contra el suelo. En otra ocasión será. Mark Twain, el famoso escritor del poema «Si ni amigos ni enemigos pueden herirte...» y toda la perorata de voluntarismo destilado en esos versos, nació dos semanas después del paso del cometa Halley en noviembre de 1835. Setenta y cuatro años después dejó escrito emulando a Nostradamus, «Vine al mundo en 1835 con el cometa Halley. Volverá el próximo año y espero marcharme de este mundo con él, de lo contrario, me llevaría la mayor decepción de mi vida». Y Dios no permitió tal decepción, ya que Twain murió un 21 de abril de 1910; justo en el punto en que el cometa volvía a pasar por la tierra. Tras posar con esta naturalidad frente a la cámara, desayunar y terminar su cigarro, mientras hojeaba la prensa Rudyard Kipling descubrió una noticia extraña; al principio no se dio cuenta, pero al deletrear el nombre que aparecía en la noticia, descubrió que hablaba de su propia muerte. Tras asegurarse, escribió al director diciéndole: «Su periódico anuncia mi muerte, y como generalmente están ustedes bien informados, la noticia debe de ser cierta, por lo tanto les pide que anulen mi suscripción, porque ya no me será de utilidad». Cosas de la prensa... Que el dramaturgo británico Oscar Wilde era un frívolo caballero, amigo de las juergas y de la buena ropa no hay duda. Tampoco hay duda de su sentida conversión al catolicismo, tras su paso por la cárcel y el abandono y negación de herencia por parte de su familia. Dios cambió su mirada, pero no su agudeza de artista total, cuando agonizaba en la habitación inmunda de un hotel y oía discutir a un amigo con el médico sobre quién se haría cargo de los gastos, Wilde susurró: «Es evidente que muero por encima de mis posibilidades». El famoso escritor Tennessee Williams no murió al oeste del Edén ni tampoco tras correr detrás de un tranvía llamado deseo; su muerte fue menos dramática y, si acaso, algo ridícula, ya que tenía la costumbre de sujetar el tapón del bote de colirio con la boca. El caso es que se lo tragó y, desde entonces, fue el cadáver con los ojos más limpios de toda la historia de la literatura. Un enamoradísimo Rainer María Rilke no podía imaginar que su deseo de regalar un ramo de flores a su amada terminaría con una espina clavada en un dedo, y que este dedo se empezaría a inflamar, casi más que su anhelante corazón de cielo y de atravesar las imágenes y reflejos de sí mismo hasta alcanzar la esencia. La infección sanguínea complicó tanto su leucemia que en su lápida se puso: «Rosa, ¡oh! contradicción pura, placer, ser el sueño de nadie bajo tantos párpados». Al Premio Nobel Albert Camus no lo mató la peste; tampoco lo hizo el tabaco, sino cambiar de opinión; hecho este que más de uno sabe de sobra y, por eso no lo ha nunca ( lo de cambiar de opinión). Camus sí cambió de opinión y ese cambio le costó la vida, ya que él quería volver de París a Avignon en tren de línea, pero su (aparente) amigo y editor Michel Gallimard, le convenció para hacer el trayecto en coche. El cambio de medio de transporte fue nefasto; el coche se estrelló contra un árbol y en uno de los bolsillos del escritor, se encontró el billete de aquel tren que no cogió. Moliére fue uno de esos dramaturgos que quisieron morir en el escenario, por eso se negaba a retirarse a pesar de la gravedad de la fuerte hemorragia que le sobrevino cuando interpretaba el papel de Argan en 'El enfermo imaginario'. Pero la gravedad no era imaginaria y tras su muerte y la negación por parte del arzobispo de París a ser enterrado en tierra sagrada por cómico, la mujer del autor consiguió la intercesión real e hizo que el propio rey preguntara al obispo por la profundidad que alcanzaba la tierra sagrada. Tras responder el eclesiástico que seis metros, el monarca le dijo: «pues entiérrelo a cinco». Tras quedar para el mundo de la cultura así de rígido, Thomas Hardy fue incinerado para ser enterrado en Westminster pero, además, la familia quería llevar el corazón a la iglesia del pueblo donde nació. Sin embargo, había alguien más que ansiaba su órgano vital. Cuando fueron a coger el corazón del escritor, vieron que el gato, que debía ser carnívoro, se había comido la mitad. Por hambrienta, la mascota fue sacrificada y enterrada junto a la pequeña parte del corazón que no había devorado. Comentarios Please enable JavaScript to view the comments powered by Disqus.
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