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Una pareja dándose un abrazo

El Debate de las Ideas

Hacer el amor

Nadie pone en duda de que para querer a alguien hay que amarlo libremente. Que cuando asoma un atisbo de obligación obligada hay una desvirtuación faltosa en el querer. Querer a alguien es quererle porque se quiere quererlo. Claro que amar a una persona contrae obligaciones, pero si la obligación está en el origen mismo de ese amor, será muchas cosas, y algunas buenas y sensatas, pero no es lo que entendemos por amor. Solo el amor basta para ser su propia justificación y ni siquiera lo justificamos delante de nosotros mismos. Una madre no justifica por qué quiere a su hija, la quiere; como no lo hace un esposo con su mujer, o no lo hace ni el mismo Dios con nosotros.

Querer es algo que solo uno puede hacer porque está en el origen mismo de nuestra libertad: quiero porque quiero. Podemos hacer muchas otras cosas por otros, en su nombre o en su ayuda, pero no podemos querer por los demás. O se quiere o no se quiere, y no es aplazable. En ese espacio es donde cohabitan la libertad con el amor, la sinonimia de «querer» y «amar», el «sí» del «sí, quiero» con el «te» del «te quiero». Y aún con todo, es mucho más interesante intentar entender qué diantres hace uno cuando lo que hace es, como se ha dicho, querer a alguien.

Le gustaba a mi viejo profesor explicar el amor con una canción de «El violinista en el tejado»: Principios de siglo XX, el nuevo amor romántico está de moda. Tevye, el lechero del pueblo, le pregunta a Golde, su mujer, si le quiere. Ella se queda extrañada: «¿Que si te quiero?, ¿de qué hablas?» Llevan 25 años casados, y Golde le responde: «Durante 25 años he hecho la comida, ordeñado la vaca, lavado tus ropas, dado a luz a nuestras hijas, tu cama es la mía, ¿de qué estás hablando? ¿te ha dado una indigestión o qué?».

Para Golde decir «te quiero» es más cosa de tórtolos enamorados que de certezas de la vida. Decir «te quiero» es solo eso: decirlo. La mentalidad actual más torpe quizás no entenderá el valor de su respuesta, pero eso no es competencia nuestra.

Wittgenstein, uno de los mejores filósofos del siglo XX, lo explicaba muy bien. Si alguien nos preguntase qué es jugar al fútbol, o qué es coser o estudiar, simplemente señalaríamos a un sujeto que estuviese realizando esa acción y diríamos: «Mira, está jugando al fútbol», o «está estudiando» o «leyendo», incluso podríamos decir, señalando al Pensador de Rodin, y decir: «Ese está pensando».

Si lo que nos ocupase fuese intentar entender qué diantres hace uno cuando lo que hace es querer a alguien lo paradójico sería que no podríamos señalar una acción, es decir, no podríamos decirle a nuestro interlocutor «mira, ese está amando», o, desde luego, no podríamos decirlo como decimos «ese está leyendo». Así que amar o querer no es una acción que podemos predicar ni entender como todas las demás. Esa es la extrañeza de Golde y que a mi viejo profesor le encantaba señalar. Teyve, que también es nuevo en eso del «amar moderno», le está preguntando a Golde si ella ve que hace una acción como «amar» del mismo modo que realiza acciones como cocinar, ordeñar, dar a luz… Y Golde solo sabe juiciosamente responder con esas acciones.

La paradoja está servida: porque si amar es lo más libre y lo más originario de nuestra libertad, y si nadie puede hacerlo por nosotros mismos, y si resulta que es tan nuestro que no tiene justificación, y si además sólo mi querer da lugar a lo que quiero, ¿cómo es posible que no exista una acción que la identifique? Nadie puede decir «mira, ese está amando».

Amar no es un decir, ni andar, ni cocinar, sino el origen primerísimo de cómo y por qué cocinamos, andamos o besamos o cualquier acción que se nos ocurra. El amor es la causa de esas acciones que son el fruto irremplazable de lo que hacemos por el simple y fascinante hecho de quererlo. ¿Es amar cocinarle a alguien una comida? Y la respuesta es clara: no. Pero es que si nos quedásemos ahí no llegaríamos a ver la profundidad de nuestra libertad y nuestro querer: que amar no es una acción sino el origen inaugural de todo lo que hacemos y podemos ser por y para otro. Se cocina con amor, se besa con amor, se anda con amor.

Es cierto -ahora sí- aquello que se dice: que el amor se hace y que hacer el amor es lo más propio de él, pero no porque sea una acción específica, sino porque es la fuente de todo lo que podemos y queremos hacer desde nosotros hacia y para quienes amamos. Por eso dice más de quiénes somos y hay más de nosotros mismos en «El Beso» de Rodin que en «El Pensador», porque el amor es algo más propio del hacer que del pensar, el decir o el sentir. Porque al andar se hace camino, pero al amar se hace vida, y porque decir «te quiero» está bien, pero hacer el amor está mucho mejor.

Enrique Anrubia, es profesor titular de Antropología Filosófica de la Universidad CEU Cardenal Herrera