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Domingo González, en el 24 Congreso Católicos y Vida Pública

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El Debate de las Ideas

¿Soberanía de Bodino o de Altusio?, una entrevista con Domingo González

El profesor de la Universidad de Murcia, Domingo González, ha publicado un libro, Soberanismos (CEU Ediciones), donde analiza las distintas nociones de soberanía, sus génesis y consecuencias

Hablamos con el profesor Domingo González sobre una de las cuestiones políticas más trascendentales.

– ¿Es posible ponerse de acuerdo con una definición compartida de soberanía?

Ése es el reto del libro, que está ya sugerido en el título. Desde CEU Ediciones me propusieron participar en una colección que abordaba temas en plural. A mí no se me ocurría ninguna idea hasta que al final caí en que el fondo de lo que sucede con la soberanía, con todo su equívoco, se debe al hecho de que, por un lado, remite a algo permanente, a una experiencia política universal: siempre hay un poder político que decide en última instancia. Eso no admite epocalidad: mientras permanezca la esencia de lo político siempre existirá soberanía en ese sentido. Pero por otro lado, hay que recoger también la fractura que se produce históricamente, en virtud de la cual aparece el concepto de soberanía. Ese concepto ya viene lastrado por un contexto, político e intelectual, que se imprime en la idea moderna de soberanía.

Eso me permite combinar, por una parte, el fundamento teórico, la esencia de lo político, y también por otra parte, como la política es siempre cliopolítica, es decir, siempre es variabilidad histórica, me parecía que había que distinguir la soberanía al modo moderno, que es el modelo dominante, de otra soberanía, abandonada, que es más fiel a la tradición política occidental.

– Recurre en su obra al concepto de orden político. ¿Cómo se entiende esta noción?

Hay dos maneras de entender el orden. El enfoque moderno entiende que el orden es el producto de la voluntad del poder político. Es un enfoque constructivista que presupone que no hay orden sin construcción por parte del poder político. El otro enfoque, más tradicional, entiende que el orden es previo al poder político y que la función del poder político es custodiar ese orden.

Es cierto que el orden, aunque no lo cree el poder político, requiere de una presencia del poder político para subsistir. Pero la idea moderna es otra, es que sin la voluntad del poder político no hay orden, lo cual quiere decir que el Estado juega ahí el papel de un Dios que crea ex nihilo.

– ¿Detrás de toda visión política hay siempre una visión antropológica?

Totalmente. Es éste un tema que siempre me ha interesado: los presupuestos antropológicos del pensamiento político. Por ejemplo, Carl Schmitt considera que podríamos clasificar todas las teorías políticas en función de si parten de un hombre bueno o malo por naturaleza. Es esta una antinomia fundamental que determina cómo entendemos el conflicto, como algo consustancial a las relaciones humanas, o por el contrario, como algo accidental.

Uno de los grandes méritos de la teoría de Altusio es que reconoce la dependencia del ser humano, es decir, que el ser humano sin el otro es como un náufrago y no puede nada, pero, por otro lado, no cae en la trampa de pensar que las relaciones son siempre armónicas. En algún momento tiene que aparecer el conflicto, y lo político tiene la función de sanar esas heridas. Es la visión farmacológica que tan bien explicó Dalmacio Negro Pavón.

– ¿A qué se refiere cuando habla de pensamiento farmacológico?

La idea de farmacología la descubrí en Girard, donde ya viene sugerida en el concepto del pharmakos, ese chivo expiatorio al que al mismo tiempo se le imputa todo el mal pero también el bien de la reconciliación. La farmacia puede ser el veneno que mata o el medicamento que salva en función de la dosis. Esa es la sabiduría política: saber cuál es la dosis adecuada para sanar el conflicto inevitable. Por eso la idea farmacológica es la visión genuina de la tradición política occidental, que viene de Grecia y Roma. Maquiavelo habla de dos formas de entender la política: una es la del legislador Licurgo, que ve desde arriba todos los problemas y establece una ley, la otra es la vía romana, pues Roma supo alimentarse de sus propios conflictos y crear instituciones en respuesta a esos conflictos.

Esa vía romana es la vía farmacológica, donde las instituciones políticas van naciendo al calor de los conflictos. Rafael Sánchez Saus explicaba en una reciente conferencia que los conflictos en la Edad Media no fueron una debilidad, sino una fortaleza, porque en respuesta a esos conflictos fueron germinando todas las instituciones políticas de las que sigue viviendo Occidente.

En la otra visión, la cratológica moderna, el poder está por encima de la sociedad. Una sociedad que ya no es una comunidad, sino que es un agregado de individuos, de átomos aislados, sobre la que el Licurgo estatal va a diseñar una sociedad desde cero. Yo creo que ése es el pecado original del pensamiento político moderno.

– Señala que la soberanía moderna elude la cuestión de su origen, lo esconde ¿Por qué? ¿Con qué consecuencias?

Roberto Esposito dice que todos los conceptos políticos modernos tienen una parte visible y otra oculta. Yo creo ese ocultamiento es un rasgo muy significativo del pensamiento político moderno: hay partes de la realidad que son como su ángulo muerto. Una es su fundamento teológico, pues todos los conceptos políticos modernos son conceptos teológicos secularizados. En el caso de la soberanía esto es muy claro: de algún modo la soberanía moderna usurpa el lugar de Dios, que es el fundamento del orden, que es desplazado por el Estado.

Otro ángulo muerto del pensamiento político moderno son los grupos: solamente quedan individuos. Michael Oakeshott distingue tres modos de pensamiento: el clásico-tradicional, deudora de una moral de los vínculos comunitarios, y el modo de pensamiento político moderno que se expresa en dos modalidades, la moral individualista, que disuelve las comunidades y solo reconoce a los individuos, y luego la moral colectivista, que es una respuesta posterior de los que viven frustrados y se sienten perdedores en ese marco moral individualista. Pero estas últimas comparten el mismo enfoque en el que han desaparecido los grupos y solamente hay individuos. Me parece que ese ocultamiento es muy significativo.

– ¿Es por eso que cita varias veces la ley Le Chapelier?

Claro, es que el reconocimiento mismo de la existencia de grupos molesta, todo lo que signifique sociabilidad natural, no engendrada artificialmente por el Estado, hay que eliminarlo de la ecuación. Y la ley Le Chapelier es emblemática en ese sentido. El Estado adopta la premisa de que solamente existe el tipo de sociabilidad creada por él mismo.

– En este contexto de Estado sacralizado en la modernidad, ¿es posible que éste sea neutral?

Ése es el mito del Estado como antídoto contra la guerra civil. Es el planteamiento de Hobbes: la razón de ser del Estado es la neutralización de los conflictos. Pero esto también implica que haya una especie de religión de Estado a la que todos deben subordinarse. Esa neutralidad implica la adopción de una religión artificial creada por el Estado: primero es un cristianismo estatal, pero luego, se deja de lado ese cristianismo politizado. Como se conserva un remanente en forma de impulso mesiánico, es entonces cuando se pasa del modo cratológico de pensamiento al que Dalmacio Negro llama el modo utópico-futurista. Este último modo asume el cratológico pero lo orienta en una dirección mesiánico-emancipadora. El jacobino toma el relevo del puritano-calvinista y finalmente el bolchevique asume esa visión en el siglo XX con los resultados conocidos. Todos ellos conservan esa visión utópico-futurista en la que el Estado ya no solo busca neutralizar conflictos, sino que se convierte en instrumento para construir el paraíso en la tierra. Ahí aparecen las religiones políticas. Por ese camino llegamos, hoy en día, al wokismo, que nace en Estados Unidos, creo yo, no por casualidad.

– Explica que en la soberanía bodiniana el gobernante queda separado de sus súbditos. ¿Se quiebra así el mito del gobierno del pueblo?

Maritain utiliza una expresión: surplombant, que está por encima, con vistas al conjunto de la sociedad, que queda por debajo. Es un poder que no reconoce un orden anterior, no es orgánico. El Estado moderno es un gran legislador, lo cual quiere decir que tiene que acabar con el Derecho, con un orden jurídico previo, porque él es el creador de toda legislación. La legislación sustituye al Derecho.

Más adelante, el pensamiento utópico-futurista va a querer identificar al gobernante con el gobernado, como en el mito rousseauniano de la voluntad general. Esto ni siquiera Bodino, que sí reconocía la heteronomía natural entre el mando y la obediencia, llegó a plantearlo.

Así llegamos al laberinto político actual, marcado por una confusión de conceptos que no nos permiten entender lo que está sucediendo. Por ejemplo, por un lado seguimos recitando el catecismo de que el pueblo es soberano, pero por otro lado, asistimos a un proceso de desoberanización en el que el pueblo que se proclama soberano en el fondo no decide nada. El populismo es una reacción a todo esto, es el síntoma de que ese relato, ese catecismo, ya no funciona. Un catecismo en el que no se cree, dice Legutko, es una catedral sin creyentes.

– Vincula modernidad y consenso, ¿en qué sentido?

El consenso consiste en negar el conflicto. El consenso no es el acuerdo, no es el compromiso. El compromiso supone que hay dos posiciones, que tenemos que negociar, que tenemos que ceder. El consenso, en cambio, es una consecuencia del mito político moderno de la identificación esencial entre gobernantes y gobernados. Una identificación, por cierto, que hace inútil la representación política al confundir al gobernante con el representante. Hay consenso porque ya hay identificación, es decir, no puede haber conflicto en la medida en que el gobernante ya es, por una especie de transubstanciación casi teológica, el pueblo. En buena lógica, si aparece el conflicto, el discrepante pasa a ser enemigo de la humanidad. Y eso explica también muchas cosas.

– Aboga por otro camino, por la soberanía de Altusio. ¿En qué se diferencia de la de Bodino?

Primero en la antropología. Ciertamente Juan Bodino se sitúa a medio camino entre el mundo medieval y el moderno. Al leerle tenemos dos impresiones contrapuestas: la de que nos encontramos ante un pensador todavía medieval y la de que sin él no podríamos explicar nada de lo que sucedió después. Bodino abre una grieta que no dejó de ensancharse, separando la tradición occidental de sus hijos adulterinos modernos. La soberanía moderna se vinculará progresivamente al nominalismo antropológico y al nuevo modo cratológico de pensamiento.

Por el contrario, asociado a la imagen clásica del hombre como animal político y a la idea orgánica de comunidad, Altusio reconoce que no somos átomos aislados: el estado natural es el estado social. En el fondo es la vieja idea aristotélica del hombre como animal político. Es también una antropología teleológica, en el sentido de que hay un crecimiento a partir del otro, desde la familia hasta la comunidad política. Altusio las llamaba comunidades simbióticas.

El otro no es un enemigo de mi libertad, sino que es la premisa de mi propio crecimiento. Es lo contrario de la imagen hobbesiana del hombre como lobo para el hombre. Por eso digo que Altusio no inaugura un tiempo nuevo, sino que resume un espíritu, una tradición, que todavía seguía viva.

Pero Altusio, además, incorpora el conflicto como fundamento de las instituciones políticas, que nacen para resolverlo. Para el pensamiento político moderno la sociedad política se crea por un contrato que evacúa el conflicto de modo racionalista, como una mera hipótesis de partida, mientras que Altusio reconoce la función real y vital de los conflictos, que siempre van a estar presentes. De algún modo, el cuerpo político es una reacción inmunitaria frente a la memoria de los conflictos. Vamos creando anticuerpos en respuesta a los conflictos que hemos ido padeciendo y así nos vamos fortaleciendo. Es la visión organológica, farmacológica e inmunológica.

También nos sirve esta visión orgánica, por ejemplo, para entender que es mejor un modelo de poder policéntrico a uno monocéntrico, porque una forma de cuidarnos de los conflictos es dividir el poder entre los órganos vitales de la comunidad. Por ahí se distingue entre la soberanía social y la soberanía política. Ahora ya no sabemos responder a los conflictos que surgen naturalmente porque hemos pensado la sociedad política a partir de la premisa del contrato social y del consenso. El frío esperanto del Estado lo invade todo.

– Insiste en la afinidad entre Altusio y las concepciones hispánicas de la política, incluso descubres conexiones entre Altusio y Vázquez de Mella. ¿Se lo esperaba?

Es realmente sorprendente. La primera vez que supe de Altusio fue por el libro de Dalmacio Negro, La tradición liberal y el Estado. Luego me di cuenta de que todos los pensadores políticos que yo admiraba reivindicaban a Altusio. Gonzalo Fernández de la Mora recoge todas las citas de autores españoles en la obra de Altusio, que son innumerables. Lo cual demuestra que hay un poso del pensamiento político hispánico que se mantenía en toda Europa, a pesar de la fractura religiosa, porque Altusio era calvinista. Todavía en esa época los pensadores españoles eran el canon, lo que permitía pensar la comunidad política. Y claro, cuando uno lee a Vázquez de Mella y su distinción entre soberanía social y soberanía política, observa que esa tradición se ha mantenido.

– Chantal Delsol sostiene que Altusio fue precursor de Maurras, ¿en qué sentido?

La idea de una monarquía descentralizada, federal en el sentido medieval, corporativa, de Maurras es una visión muy parecida a la de Altusio. El empirismo organizador, pensar lo político a partir no de una construcción conceptual, sino a partir de la realidad empírica, es también común a Maurras y Altusio. Otro de los méritos de Altusio y de Maurras es que preservan la autonomía de lo político. Autonomía entendida en el buen sentido, es decir, que hay una parte de la realidad que es lo político, que no debe confundirse con otros ámbitos de la realidad, ni con la religión, ni con la moral, ni con la economía.

– Aquí volvemos a la importancia de que el poder político reconozca algo externo que lo limita.

Si presuponemos que hay un orden anterior al poder político, ya estamos reconociendo que la función del poder político es limitada. No es creador de ese orden, en cuyo caso sería una especie de demiurgo que puede modificar la realidad a su gusto. Esa es la premisa del totalitarismo. Bodino no es un pensador totalitario porque todavía reconoce límites al poder político, pero pone las bases de una forma de entender el poder político en la que ya no hay límites. En la visión de Altusio, por el contrario, la comunidad es previa y la función del poder político es custodiar, preservar, mantener… Que es lo que dice la encíclica Quadragesimo Anno al desarrollar el principio social de la subsidiariedad.

– ¿Por eso Julien Feund afirma que la sobrepolitización es la muerte de la política?

Es que si la política lo es todo, la política no es nada, ya no sabemos qué es la política, que es precisamente lo que sucede hoy.

La política es un campo de la realidad, pero no es toda la realidad. Cuando hoy se dice, por ejemplo, que todo es político, el poder se apropia de todo. A partir de ahí ya no hay legitimidad para oponerle nada al Estado.

– Señala que vivimos un proceso de erosión de la soberanía estatal ¿Qué opinión le merece este proceso?

Con este libro era consciente de que corría el riesgo de que el lector llegara a la conclusión de que, si la soberanía es mala, habría que aplaudir la demolición de la soberanía estatal que hoy en día capitanean las entidades supraestatales y las grandes corporaciones globales. Si el Estado expropió políticamente a los cuerpos intermedios, ahora hay un cuerpo superior supraestatal que va a su vez a expropiar al Estado. El minotauro está siendo devorado por un minotauro mayor.

Pero yo querría que se leyera como una explicación de lo que ha pasado, primero, y luego de lo que está pasando porque no hemos adoptado el camino abandonado de una soberanía social distinta de la soberanía política. El mensaje del libro no es antisoberanista, sino altersoberanista.

Da la impresión de que el Estado moderno ha llegado al límite de sus posibilidades, al límite de su propio relato. Pero el antídoto no puede ser una soberanía supra-política, sino desandar el camino, devolverle el protagonismo a las comunidades que fueron expropiadas por el Estado. Si tenemos que elegir entre una soberanía moderna entendida al modo estatal o al modo supraestatal, mejor es sin duda la soberanía del Estado-nación que la de los eurócratas de Bruselas, que quedan aún más lejos. Sin embargo, la mejor forma de defender al mismo tiempo tanto la soberanía política como la soberanía social es volver a la vieja idea de soberanía. Y expongo que la crisis actual es una oportunidad para hacerlo, sin nostalgias ni anacronismos.

– Cuando habla de recuperar ese camino abandonado, esa otra idea de soberanismo, citas a dos autores que pueden sorprender: Hayek y Nisbet. ¿Qué aprovecha de ellos?

No pretendo reivindicar a Hayek, pero su fórmula del camino abandonado me parece afortunada. Hayek tiene razón, se ha abandonado el buen camino, pero se abandonó mucho antes de lo que él dice, antes del siglo XIX.

En cuanto a Nisbet, su laissez-faire social es una respuesta al laissez-faire de los economistas liberales: el laissez-faire no debe reservarse solamente de los actores económicos, sino que debe permitir germinar de nuevo la sociabilidad natural del ser humano que se va expresando a través de comunidades, familias, esos grupos a los que se ha negado toda forma de protagonismo y soberanía sociales… ese sí me parece un buen antídoto.

– ¿Es necesario, para que sobreviva la comunidad política, la nación histórica, tomar ese camino abandonado?

Yo creo que sí. Es difícil precisamente porque se abandonó hace mucho tiempo. Retomando la metáfora de Hansel y Gretel, las miguitas de pan ya se las han comido los pájaros, ya no nos acordamos de dónde está el camino, ni de dónde está el hogar… pero incluso así, la receta del laissez faire social es válida. Puede que nuestra casa ya esté derruida, pero podemos volver a construir una casa, entre otras cosas porque sentimos su ausencia, el frío y sinsentido de la vida actual. Podemos reconstruir el rostro de lo humano a partir de su desfiguración posmoderna. Podemos volver, a partir de la experiencia de una comunidad cercana y real, recuperar esa moral de los vínculos comunitarios. No es que sea la mejor salida, es que es la única salida ante el colapso multiorgánico del Estado Providencia.

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