Un joven escalando una montaña
El Debate de las Ideas
Me gusta lo difícil
Hay que cantar y contar lo difícil. Cantarlo como quien canta la hermosura de una tarde de verano, contarlo con la alegría del juglar que sabe los secretos de una historia deslumbrante. En la era de las inteligencias artificiales que sirven en bandeja de plata todas las respuestas, en la era en la que todo se nos presenta como rápido, fácil y directo, se hace imprescindible recuperar aquello que, hace más de un siglo, pronunció Eugenio d’Ors en la Residencia de Estudiantes: «Tal vez es la hora de rehabilitar el valor del esfuerzo, del dolor, de la disciplina de la voluntad, ligada, para decirlo de una vez, no a aquello que place, sino a aquello que desplace». La tentación de la facilidad —decía en la misma conferencia— siempre es una peligrosa sirena y no todos los jóvenes navegantes saben las muchas tretas de Odiseo.
Son esos jóvenes, ahora como en 1915, los que más necesitan hacer suya esta lección. Quien esté en contacto con adolescentes intuirá de lo que hablo. Al adolescente le son propios un ímpetu y una rebeldía que, con triste frecuencia, resultan estériles por la esclavitud a la que los somete —presiones sociales al margen— su propia pereza. Sin ser esto algo novedoso, los millares de estímulos audiovisuales —publicitarios, ideológicos o de otra naturaleza— que los bombardean a cada instante no hacen sino acentuar estos aspectos, deteriorando hasta niveles inimaginables su capacidad para concentrarse y, con ello, la posibilidad de fijar la atención en todas aquellas realidades que, con un poco de esfuerzo, podrían seducirlos y hasta convertirse en su futura vocación. Una crisis de atención no puede sino derivar en una crisis de vocaciones, y como bien sabía d’Ors sin vocación no existe el heroísmo. A los jóvenes hay que enseñarles la importancia de cultivar la voluntad como se cultivan los músculos, porque no hay mayor señorío que el de uno mismo ni mayor libertad que la del que no es siervo de sus pasiones.
Hay que contar que las virtudes de la dificultad asumida son numerosas y que tienen mucho que ver con la idea orteguiana de la nobleza como orgullosa autoexigencia. Por ejemplo, sabemos que son los desafíos y las adversidades los que sacan lo mejor de la persona y convierten en rectas las sinuosidades del espíritu; la desgana y la excesiva comodidad, en cambio, lo vuelven flácido y, por tanto, presa fácil de las ideologías perversas y de los instintos viles. No hablemos ya de alcanzar la gloria o el heroísmo que, como recordaba Virgilio a Dante, «seggendo in piuma, / in fama non si vien, né sotto coltre».
En relación con ello, el cultivo del esfuerzo, incluso de un cierto esfuerzo gratuito —de quijotismo si se quiere— nos ayuda a romper con la ilusión de que lo mejor de nuestras sociedades es algo natural y espontáneo. Una disciplina severa nos pone sobre aviso de que todas las instituciones que han dado lustre a nuestra civilización nacen de la sangre, el sudor y la lágrima; nos previene de caer en la radical ingratitud del hombre-masa de la que también hablaba Ortega.
Por último, la senda de lo difícil es la única que conduce a ciertos tipos de felicidad, a aquellos que resume la locución latina per aspera ad astra o, con distinto matiz, la española «merecer la pena». Empresas tan dispares como la lectura de un clásico —sobre todo, en una época en que, como decíamos, millones de pretendientes audiovisuales se disputan tres segundos de nuestra atención— o la asunción de un compromiso irrevocable son elecciones consteladas de dificultades grandes y chicas que, con todo, merecen la pena. Enfrentarse a las Soledades de Góngora no es —como diría un expresidente del Gobierno— cosa menor, pero pocas lecturas nos harán tan conscientes de las posibilidades expresivas y de los límites de la lengua española. La alianza humana por excelencia, el matrimonio, camina siempre en el delicado y difícil equilibrio de conciliar dos mundos dispares, dos linajes de simpatías y costumbres muchas veces opuestos y, sin embargo, merece la pena porque, como escribía Luis Rosales, «donde hay dos hay dolor y, sin embargo, / la vida solo empieza donde hay dos».
Hay que narrar a los jóvenes la epopeya de la dificultad y explicarles que ningún esfuerzo genuino cae en saco roto, que hasta la derrota del que de corazón se entrega a la batalla nos hace más humanos y ricos de aventura. Hay que contagiarles el espíritu de una canción —hoy olvidada, políticamente incorrecta y seguramente intolerable para muchos— procedente de los antiguos campamentos de la Organización Juvenil Española en los sesenta. Su nombre era el de un viejo grito de guerra medieval —¡Desperta ferro!— y su estribillo, rabiosamente anacrónico y juvenil, declaraba: «Soy almogávar, me gusta lo difícil, / mi senda pasa siempre por la Polar».