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Gilbert Keith Chesterton, en una imagen de archivoWikimedia

Chesterton, Lepanto y Don Juan de Austria

El poema «Lepanto» de Gilbert Keith Chesterton, escrito en 1911 y oficialmente publicado en sus Poemas cuatro años más tarde, es una emotiva, efectiva y poderosa evocación de la Batalla de Lepanto en aguas del Peloponeso el 7 de octubre de 1571

El poema «Lepanto» de Gilbert Keith Chesterton, escrito en 1911 y oficialmente publicado en sus Poemas cuatro años más tarde, es una emotiva, efectiva y poderosa evocación de la Batalla de Lepanto en aguas del Peloponeso el 7 de octubre de 1571.

A través de 143 versos y unas 1.300 palabras, Chesterton no sólo narra este decisivo evento histórico de hace 454 años, sino que también nos invita a una profunda reflexión sobre los últimos coletazos de la caballería, la entrega, el compromiso y el ardor del espíritu guerrero cristiano, ese que nunca debió perderse y que, casi cinco siglos después, tanto se echa en falta en una sociedad occidental sumisa y a merced de una silente y subvencionada invasión que, campando a sus anchas, asola ciudades europeas actualmente desposeídas, entre otras cosas, de sus distintivas señas de identidad.

A grandes rasgos, sus irregulares estrofas relatan la derrota de la flota del marino otomano Ali Pasha ante D. Juan de Austria aquel octubre de 1571 cuando una alianza naval católica conocida como la Liga Santa, liderada por el cruzado cristiano hijo ilegítimo de Carlos I y hermanastro de Felipe II, fue capaz de barrer la poderosa flota imperial otomana –compuesta por casi un centenar de naves– hasta su total rendición y posterior apresamiento frente a las costas de Grecia.

Además, este enfrentamiento naval es considerado como la última gran batalla de galeras y, junto con los anteriores sitios –el de Viena (1529) y el de Malta (1565)–, la victoria en Lepanto pasaría a la historia como el punto de inflexión que ayudó a preservar gran parte de Europa frente a la latente amenaza turca.

Sorprendente y paradójicamente, el triunfo supondría un sobresaliente hecho histórico que nuestra cinematográfica actualidad pretende obviar o desvirtuar –lo que suele ser habitual en el paniaguado cine español– con un distraído Amenábar mucho más pendiente de cupos y modas que no hacen más que ningunear u olvidar el sufrimiento y padecimiento de cautivos cristianos como el propio D. Miguel de Cervantes, protagonista de su última película.

Además, la Batalla de Lepanto a menudo ha sido relegada o infravalorada al resultar incómoda con la temática expuesta: enfrentamiento naval, Iglesia de Roma, el Papa o el histórico conflicto entre el catolicismo y el islam, etc. Ni que decir tiene que la herencia de aquella apabullante victoria cristiana y sus consecuencias no distan mucho del exilio al que, por ejemplo, se ha enviado al reciente centenario del Desembarco de Alhucemas, evitando herir ciertas sensibilidades musulmanas y piles sensibles con las gloriosas gestas históricas de España. El contagio de buenismo e ignominia están tan generalizados por

estos lares patrios que, por motivos sociopolíticos, nos hemos ido convirtiendo en oscura sombra de lo que fuimos al repudiar acontecimientos de los que cualquier nación sacaría pecho y, sin complejos ni tibieza, transmitiría de generación en generación.

Entrando en materia poética, el contenido comienza con versos que sitúan a Selim II, el sultán de Bizancio, sonriendo mientras Italia es acosada y el Mediterráneo se rinde a los pies de sus navíos. En un principio, la llamada del papa Pío V desde Roma no parece surtir efecto cuando, viendo el panorama, ruega y clama por la defensa del continente, pero los líderes de las tres potencias cristianas (Inglaterra, Francia y España) desoyen su petición de ayuda. Un inciso: la situación no dista mucho del angustioso presente de Europa y los oídos sordos de gobiernos nacionales y supranacionales como la casta de la UE que, en Bruselas, banquetea mientras temerariamente rige nuestros designios y es testigo de las «naves actuales» –cayucos rebosantes de ilegalidad– asaltando fronteras, las de la puerta sur de Europa, con una absoluta impunidad que, por desgracia, no hace más que enfatizar el deterioro del control fronterizo y la pasividad e ineficacia de laxas leyes migratorias.

Por fortuna, la luz aparece ante Pío V con un hombre que responde a sus súplicas: Don Juan de Austria. Chesterton presenta al comandante de la Santa Liga de Estados como una figura anacrónica: «el último caballero de Europa» y el «último y persistente trovador», una tardía encarnación de la pasión caballeresca en tiempos de política estoica en los que el compromiso parece haber abandonado los intereses de un continente y su religión mayoritaria.

Don Juan, a pesar de envidiosas tiranteces con su hermanastro, es capaz de aunar medios y fuerzas con combatientes católicos dispuestos a morir por su fe y convicciones religiosas:

«¡Hijos! A morir hemos venido.

A vencer si el cielo así lo dispone.

No deis ocasión a que con arrogancia impía os pregunte el enemigo: ¿Dónde está vuestro Dios?

Pelead en su santo nombre,

que muertos o victoriosos,

gozaréis de la inmortalidad.»

De esta forma, configura y reúne la flota de la Liga Santa en Mesina a mediados de septiembre de 1571 mientras «la fría Reina de Inglaterra se mira en el espejo», «la sombra de los Valois (por Carlos IX de Francia y su madre Catalina de Médici) bosteza en la Misa» y «el Señor del Cuerno de Oro (Selim II) se está riendo en pleno sol.» El desprecio de la realeza europea al peligro que se cierne sobre sus territorios clama al cielo por lo que apunta el gran Chesterton.

Por otro lado, no sin dudas y recelo del que lleva su misma sangre paterna, Felipe II anda envuelto en otros menesteres y distracciones como los asuntos españoles en las Indias, donde envía sus cañones hacia aquellas «irreales islas del ocaso», o las continuas demandas económicas de las tropas en Flandes. En todas partes cuecen habas y, al final, al summus pontifex no le queda más que la fuerza del Santo Rosario.

Los versos de Chesterton no se centran en la acción marcial –salvo la alusión a los cañonazos–, sino que, sobre todo, exploran la profundidad del corazón del hombre, la esencia de la caballería y la amenaza musulmana con Estados cruzados de brazos ante la tormenta –y no meteorológica, precisamente– que se avecina. Además, recurren a ensalzar la humildad, pasión y milicia de un héroe de sólo 24 años, D. Juan de Austria, frente a la superficialidad, trivialidad e indiferencia de otros gobernantes y, en ese contraste, también aparecen el pesar y la angustia papales que, en los prolegómenos de la batalla, busca consuelo en su piadosa oración en ausencia de espadas desenvainadas que, por y ante la Cruz, puedan combatir el asedio enemigo.

La victoria de Lepanto fue finalmente atribuida a la intercesión de la Virgen María por el papa Pío V, que instituiría la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria antes de ser renombrada por el papa Gregorio XIII en 1573 como la Fiesta de Nuestra Señora del Rosario, celebrada por la Iglesia católica el primer domingo de octubre.

Así, el poder de aquel Rosario, la fortaleza de aquellos hombres antes de abordar los barcos enemigos y batirse cuerpo a cuerpo, la fe de sus oraciones y la lejana súplica de aquella Roma acosada por el islam iban a provocar que nuestros guerreros, al grito de «Domino Gloria!», siguieran los frenéticos latidos de un corazón, el de D. Juan de Austria, príncipe sin corona reconocida, pero heredero de la caballería de un continente que, finalmente, pudo seguir respirando gracias al arrojo y firmeza de la afilada e hiriente espada del trovador de la Cristiandad en, como escribió D. Miguel de Cervantes, «la más alta ocasión que vieron los siglos.»