Fundado en 1910

Yo sí te creo, hermano

Una parte de la prensa ha tratado de desviar la atención en la causa del Supremo contra el fiscal general del Estado, por revelación de secretos, y convertirla en un juicio sumarísimo contra quienes se atrevan a cuestionar el testimonio prestado por varios periodistas

Primeras imágenes de García Ortiz en el banquillo de los acusados

Cuestión de fe. El juicio al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, se ha convertido en una suerte de faena en la que tanto el Tribunal, de siete magistrados, como los que a diario escribimos sobre el asunto, tenemos que creer a pies juntillas la versión de los testigos –al más puro estilo del 'Yo sí te creo, hermano'–pero, eso sí, sólo la de aquellos que han asegurado, sin pestañear, aunque sudando a ratos, y con la voz trémula de quien presuntamente falta a la verdad, que el acusado es «inocente» porque lo dicen ellos. Que nadie se atreva a cuestionarlo.

Y, por si el mero hecho de que algunos de los periodistas a los que ya hemos escuchado se presenten como una suerte de portadores de dogmas irrefutables, no fuese suficiente para dar fuerza al argumento central de descargo, basta con sembrar, en un juicio paralelo, el falso «dilema moral» del derecho al secreto profesional de los informadores frente a su obligación legal de levantarlo (de acuerdo al Derecho europeo de aplicación vigente) si quien, aún sabiendo que su fuente es el autor de un delito, decide elegir el camino del silencio aunque la libertad de un tercero esté en juego.

Mientras tanto, los aguerridos defensores siguen sin distinguir dos cuestiones básicas: cuándo se filtró la información sobre quién propuso el pacto de conformidad frustrado entre la Fiscalía y la pareja de Isabel Díaz Ayuso; y, cuándo se filtró el texto completo del correo del abogado del novio de la presidenta de Madrid, sobre el que el máximo responsable del Ministerio Público, y todos sus subordinados, seguía teniendo el deber de custodia y confidencialidad. La diferencia es sustancial y parece no importarle a nadie que ésa sea la verdadera clave.

Los periodistas que han testificado a favor de García Ortiz aseguran que tenían la «información» antes que el propio fiscal general del Estado al que, siendo todo un fiscal general del Estado les tocó atravesar el desierto descalzo para acceder a un documento que estaba en poder de la prensa, al menos, una semana antes. Si bien sus portadores decidieron guardárselo en la recámara, perdiendo la exclusiva, en un insólito ejercicio de contorsionismo mediático. Salvo para unos pocos iniciados, lo determinantes es que sólo lo hicieron público cuando, ¡casualidad!, ya estaba en poder de García Ortiz y, presuntamente, les fue revelado por éste. Algunos de ellos, incluso, mencionaron en sus primeras noticias de tipos delictivos que no figuran literalmente recogidos en el mail original que, por lo tanto, queda acreditado que no habían visto. Parece ser, desconfiando, que hablaban al «dictado» de quien sí lo tenía en sus manos.

¿No se han percatado esos compañeros, acaso, de que cada vez que se refieren al fiscal general utilizan, sin el más mínimo temor a equivocarse, la fecha exacta en la que recibió el mail de la polémica, eludiendo la que concreta el día en el que conoció la información que fue, también, anterior a la recepción del documento?. O, acaso, ¿si se han dado cuenta y la confusión es deliberada?.

Sea como sea, este próxima semana, el juicio original continuará en el Supremo con la misión de determinar, con pruebas, y no en base a meras creencias, la inocencia o culpabilidad de Álvaro García Ortiz. Poca broma. A estas alturas, sin embargo, ya hay un triste veredicto en la Sala: la imagen de una parte de la prensa que ha olvidado su función, sagrada, de poner luz y taquígrafos sobre los hechos en lugar de encubrirlos y su obligación de fiscalizar al poder, caiga quien caiga, en lugar de servirle de coartada.