Sant Pere de les Puel·les

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Leyendas

La trágica muerte de la abadesa de San Pedro de las Puellas

El asedio de Barcelona en 986 y el trágico destino de las religiosas del monasterio ante la invasión musulmana

El 1 de julio del año 986, Barcelona fue sitiada por mar y tierra. Seis días después, la ciudad sucumbía ante el asedio de las tropas andalusíes, que arrasaron con todo a su paso. Las fuerzas de Córdoba, Tortosa, Lérida, Mallorca y Menorca irrumpieron en la ciudad, masacrando a gran parte de la población y llevando al resto como prisioneros para venderlos como esclavos. La devastación fue absoluta: los invasores saquearon y destruyeron los edificios, dejando en pie tan solo el templo de Santa Cruz y Santa Eulalia, hoy Catedral de Barcelona.

Entre los muchos lugares que sufrieron la brutalidad del ataque estuvo el Monasterio de San Pedro de las Puellas. Las religiosas, refugiadas en el convento, se encontraban en oración cuando los asaltantes irrumpieron en el recinto. Ameltrudis, la abadesa, reunió a sus hermanas y, mostrando un bajo relieve que representaba a Santa Úrsula y las once mil vírgenes martirizadas, preguntó:

— Hijas mías, ¿preferís morir antes que caer en manos de los infieles?

La respuesta fue unánime: —Sí, madre.

Los atacantes no tardaron en atravesar las puertas del convento. Ameltrudis se interpuso entre ellos y sus hermanas, y su belleza impresionó a los invasores. El jefe de la expedición, fascinado, la reclamó como suya y anunció que sus compañeras serían entregadas a los soldados.

La abadesa, sin embargo, pidió un momento para prepararse y, junto con las religiosas, se retiró al claustro. Allí, las abrazó y les transmitió su última voluntad:

— Hijas mías, debemos resistir, pero el suicidio nos está prohibido. Adalauda, nuestra primera abadesa, me dijo en sueños: «Haceos feas». Si destruimos nuestra belleza, perderemos todo valor para los invasores y abrazaremos el martirio.

Con determinación, tomó un cuchillo y se desfiguró el rostro, arrancándose un ojo y cortándose los labios. Luego, entregó el cuchillo a sus hermanas. Inspiradas por su ejemplo, una a una se mutilaron, renunciando a su físico con tal de evitar ser tomadas como esclavas.

Cuando se presentaron nuevamente ante los invasores, desfiguradas y cubiertas de sangre, el horror se apoderó de los atacantes. Su líder, furioso, proclamó:

— Os habéis burlado de nosotros, pero sufriréis las consecuencias. Todas vais a morir.

Las monjas fueron ejecutadas sin piedad. Ameltrudis, sin embargo, fue tomada como prisionera. Su castigo sería peor que la muerte: sometida a humillaciones, fue arrastrada por las calles de la ciudad en ruinas y finalmente embarcada en una galera rumbo a Mallorca. En la cubierta del barco, debilitada y derrotada, repitió las palabras de Cristo en la cruz:

— ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

Instantes después, perdió el conocimiento, llevándose consigo el sufrimiento de la tragedia que marcó el destino del Monasterio de San Pedro de las Puellas y de sus valientes religiosas.

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