Niños en un campo de minas, representación de IA.
Crónicas castizas
El día que el capitán Navarro entró en un campo de minas explosivas para salvar a los niños
Cruzaban los chavales a varios metros de altura el patio de luces de las viviendas agarrados a la cuerda de tender la ropa lavada y húmeda, de una casa a otra ante la ignorancia de sus madres y la suya propia del peligro que ello representaba
Pilar tenía siete hermanos, claro que los Navarro eran cinco y los Vázquez nueve. Su padre era coronel, bueno, lo llegó a ser, de Infantería, la reina de las batallas que cuentan.Es la graduación perfecta que decía Jean Larteguy porque aún mandabas tropas, un regimiento o un tercio.
Los hijos de los militares destinados juntos, todos los niños, constituían una piña o la marabunta según se mirase, unas hordas que veraneaban en los mismos cuarteles, iban a los mismos colegios y hacían las mismas trapisondas.
En uno de esos traslados geográficos que jalonan la vida de los profesionales de la milicia, acabaron en Lérida, allá por la academia de suboficiales. Allí cruzaban los chavales a varios metros de altura el patio de luces de las viviendas, agarrados a la cuerda de tender la ropa lavada y húmeda, de una casa a otra, de ventana en ventana, ante la ignorancia de sus madres y la suya propia del peligro que ello representaba. Claro que tampoco lo consideraban una hazaña porque a lo largo del día cruzaban varias veces la pista americana, formalmente conocida como la pista de obstáculos o de aplicación, temida por la tropa pero que a la manada de niños le parecía de lo más normal e incluso divertido, describirles como asilvestrados era poco.
Pero el diablo enreda y en una ocasión los tiernos infantes estaban en un campo del acuartelamiento, al otro lado de la carretera, ignorantes de carteles y señales advirtiendo del peligro, y el capitán Navarro vio a sus hijos y a sus abundantes amigos, hijos de compañeros, recorriendo lo que reconoció inmediatamente como un campo de minas. Poco tardó en sobreponerse al horror que le causó verlo. No tenía un plano del mismo ni tiempo de buscarlo. Más de una docena de niños zascandileaba por él de un lado a otro a riesgo de pisar una espoleta e iniciar las explosiones. Y el capitán Navarro rezó en silencio fervoroso porque el leve peso de la chavalería no activara las minas explosivas y empezó a dar gritos secos, contenidos para no aumentar los nervios ni la inquietud, órdenes cuyo tono perentorio imponía obediencia, la costumbre de mandar una compañía: «Fernando, coge en brazos a tu hermana», «Luis, no te muevas de ahí», «que no se menee nadie del sitio».
Organizaba a los mayores para que auparan en brazos o a hombros a los menores más ambulantes e indisciplinados. Y entró en el terreno minado sin dudarlo evitando los bultos del suelo y la tierra removida, señales indicativas de la colocación de un artefacto. Iba cruzando con cuidado el terreno y ordenando de forma apremiante a los demás que fueran tras él pisando exactamente sobre sus huellas sin salirse un milímetro. Cuando salió el último de los niños del campo tuvo ganas de abofetearles a todos y de abrazarles y besarles y durante unos momentos de descontrol hizo las dos cosas con propios y extraños, mientras suspiraba ruidosamente y daba gracias a Dios en voz alta una y otra vez con la vista ofuscada por las lágrimas de gratitud, pues todos habían salido indemnes.
La profesora Pilar, antaño el terror de muchos alumnos, los años nos ablandan, me lo cuenta sin dudar, de forma fluida, ante un café, el mío descafeinado, en la tasca de la Facultad. Tiene la historia muy dentro de sí, la narra con seguridad, sin necesidad de detenerse a recordar. Forma parte de la infancia de la que un poeta germano, Rainer Maria Rilke, escribió que es la patria del hombre.