Un efectivo del Tercio Don Juan de Austria 3º de La Legión, en un ejercicio de combate convencionalEjército de Tierra

Si quieres la paz... gana la guerra (IV)

La hora del soldado

¿Está dispuesto nuestro pueblo a que se derrame sangre española para defender nuestros intereses? ¿Nuestras fronteras? ¿Nuestra soberanía? ¿Incluso si nuestro Gobierno se muestra remiso, ya sea por cálculo o por miedo?

La semana pasada traté de interesar al distraído lector estival llevando su atención a los mellados colmillos de una España mal preparada para el escenario bélico que hoy parece más probable. ¿Cuál es ese escenario? ¿Una guerra como la de Ucrania? Desde luego que no. No conviene confundir la excepción, por dramática que sea para los pueblos que la sufren, con la regla. La carnicería en que se ha convertido la «operación especial para liberar el Donbás» ha sido una sorpresa para casi todos. Sobre todo para Vladimir Putin que, menos de un año después de que sus carros de combate cruzaran la frontera, pagó las equivocaciones cometidas al diseñar la campaña con las humillantes retiradas de Járkov y Jersón.

Sun Tzu, que de esto sabía mucho, dejó escrito que a ningún país le beneficia una guerra prolongada. ¿Por qué, entonces, siguen ocurriendo? Como en Ucrania, casi siempre por graves errores de juicio de los líderes, que ven una oportunidad estratégica donde no la hay. El Ejército ucraniano había adoptado una actitud pasiva en Crimea en 2014 y aquella experiencia le había restado poder disuasorio a los ojos de Putin. Fallos como este —iremos viendo algunas de las causas que los provocan— son los que es preciso evitar, porque abren la puerta a conflictos que nunca deberían producirse. Conflictos en los que, gane quien gane, todos pierden.

¿Podemos descartar equivocaciones similares en nuestras latitudes? En absoluto. Aunque en una escala infinitamente más pequeña, también fue un grave error de juicio del rey de Marruecos la ocupación de Perejil. Sin embargo, en el escenario norteafricano como en la mayoría de los demás, parecen mucho más probables los conflictos híbridos. Hoy cierro una aduana, mañana miro para otro lado mientras miles de inmigrantes saltan una valla, pasado reclamo unas nuevas fronteras en cualquier foro que parezca propicio, etc.

El siguiente peldaño de la escalera híbrida suele ser más discreto: ciberataques, amenazas veladas y desinformación, acompañados del chantaje a las instituciones. Luego llegaría el turno de la sangrienta combinación de subversión, apoyo a la insurgencia local y terrorismo que hemos presenciado en otros lugares. Y, si al final de proceso fuera preciso liarse la manta a la cabeza —la ciberguerra, las operaciones psicológicas y la subversión pueden ser herramientas útiles de la política exterior pero, cuando se enconan los conflictos, rara vez son suficientemente contundentes—, es preferible limitar las hostilidades a las espectaculares demostraciones de poder aéreo que todos podemos recordar.

Como hemos visto en los recientes enfrentamientos entre Irán e Israel, entre la India y Pakistán y entre los hutíes y el poder aeronaval norteamericano, cada vez son menos los líderes que se atreven a desplegar tropas en tierra enemiga. No les falta razón, porque a nadie le gusta lo que ocurrió en Afganistán e Irak, ni lo que pasa estos días en Ucrania y en Gaza. Después de todo, no es lo mismo perder un dron —o un millar de ellos— que repatriar un ataúd. Quizá sea esa la razón por la que Putin, que vive cada día esta experiencia en primera persona, nunca amenaza a Europa con sus soldados ni con sus carros de combate, sino con sus mágicos misiles Oreshnik. Y lo mismo hace Donald Trump desde el otro lado del Atlántico, aunque a él le parezcan más convincentes las bombas GBU-57 recientemente probadas en Irán.

Es una pena que, como hemos explicado en artículos anteriores, nosotros no dispongamos de las herramientas necesarias para librar con éxito una guerra como han sido la mayoría de las anteriores, decididas en el espacio aéreo de forma rápida, relativamente limpia y con mínima intervención humana. De todas las posibles, son las menos malas. Pero, por desgracia —o, mejor dicho, por una falta de visión política que no viene de ahora— los españoles carecemos del escudo antimisiles y la espada balística que nos pondrían a la cabeza de la segunda división global. Recuerde el lector que la primera, la que otorga impunidad estratégica y da derecho a reescribir las reglas del juego, está reservada a las potencias nucleares.

Escudo antimisiles de la empresa RheinmetallRheinmetall

A pesar de todo lo anterior, no quisiera dar la impresión de que vivimos en una «España desarmada». Al contrario, confieso que rechacé ese título, propuesto por la editorial para el libro que terminó publicándose con el de «Tambores de guerra», porque me pareció ofensivo para quienes fueron mis compañeros de armas y, sobre todo, porque faltaría a la verdad.

Puede que no tengamos misiles balísticos en nuestros arsenales y que nuestro inventario de misiles de crucero sea casi testimonial. Puede que nos falten misiles hipersónicos, cazas furtivos, sistemas antimisiles y drones suicidas de largo alcance. Sin embargo, los ejércitos son algo más que los letales fuegos artificiales que hoy por hoy pueden inclinar la balanza en los conflictos limitados… pero que, cuando lo que está juego es verdaderamente vital —como ocurre en Ucrania y podría suceder en el norte de África— se muestran incapaces de decidir la guerra para uno u otro bando. Es entonces cuando llega la hora del soldado.

Los intereses vitales de la nación

Volvamos atrás. No se le escapará al lector que, además de los colmillos con forma de misil que sobresalen amenazadores entre los belfos retraídos de los líderes más aguerridos, las naciones tienen otras piezas en la dentadura con las que también pueden morder. Todavía hoy, el soldado —y entienda el lector que no me refiero únicamente al personal de las clases de tropa y marinería de los Ejércitos y la Armada, sino a toda la institución militar que encabeza SM el Rey, el primer soldado de España— es, de largo, la pieza más importante que una nación como la nuestra puede poner sobre el tablero geoestratégico para defender sus intereses.

Un soldado español durante un adiestramientoEstado Mayor de la Defensa

Sin embargo —y esa es la desventaja que tienen las unidades de infantería, los buques y los aviones de combate cuando se les compara con los misiles y los drones— los soldados son piezas que sangran al morder. Una vulnerabilidad que no se les escapa ni a los españoles ni a nuestros enemigos.

Precisamente porque lo saben nuestros conciudadanos, los soldados rara vez son la mejor herramienta de la política exterior. Sus vidas son demasiado valiosas para las misiones más exigentes, a menos que estén en juego intereses verdaderamente vitales. De ahí que los gobiernos sin cultura estratégica —como es el caso del nuestro— se resistan a ofrecer tropas para garantizar un alto el fuego en Ucrania o buques para defender el tráfico marítimo amenazado por los hutíes. No es que discutan la necesidad, por supuesto; pero, a decir verdad, prefieren que lo haga otro.

Porque también lo saben nuestros enemigos, los soldados tampoco son los instrumentos más eficaces para la disuasión. Es fácil equivocarse al juzgar la capacidad de los gobiernos para arriesgar las vidas de sus ciudadanos de uniforme. Galtieri en las Malvinas y, hace muy pocos días, Jamenei en Irán apostaron fuerte a que británicos y norteamericanos no se decidirían a enviar tropas a unos escenarios donde, en el fondo, no estaba en juego mucho más que el prestigio nacional. Es verdad que el primero se equivocó —la Dama de Hierro era mucha dama— pero el segundo todavía se siente bastante seguro sobre este extremo. De ahí que, a pesar de los recientes bombardeos —lo que se puede conseguir desde el aire llega hasta dónde llega, como demostró en su día Ho Chi Minh— mantenga su actitud desafiante.

Para cualquier estratega que entienda el oficio, el verdadero terreno de juego del soldado —y, en general, de todas las fuerzas de tierra, mar y aire en las que los militares se juegan la vida en el combate— está en las misiones que, por ser existenciales para la nación, justifican de manera inequívoca el derramamiento de sangre. En España, esas misiones son las que recoge el Artículo 8 de la Constitución: garantizar la soberanía e independencia de la Patria, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Siempre a las órdenes —la Constitución hay que leerla entera, también el primero de sus artículos— del pueblo español, a quien no nos corresponde tutelar, sino servir.

Pongámonos en el más grave de los supuestos. ¿Es probable que los españoles tengamos que defendernos de una invasión? No a través de los Pirineos, porque Rusia está demasiado lejos. Pero no es imposible en nuestras fronteras del sur. En realidad, si excluimos a las potencias nucleares, nadie está del todo a salvo de errores de juicio como el cometido por el presidente Putin. Abierta en Ucrania la caja de Pandora, de ella ha salido la guerra de conquista y es probable que la humanidad tarde largos años en volver a cerrarla.

Los factores de la disuasión

¿Podemos los españoles confiar en que nuestras Fuerzas Armadas defiendan el territorio nacional si llega a ser necesario? Absolutamente. Pero sería mejor para todos que no tuvieran que hacerlo. Y, a falta de esos colmillos balísticos e hipersónicos que otros tienen para impresionarnos, nuestra capacidad disuasoria depende de un conjunto de factores mucho más difíciles de valorar. Factores tan complejos que, por desgracia, un hipotético enemigo podría subestimar los riesgos de cruzar nuestras fronteras.

El primero de ellos, y sin duda el más importante, es la voluntad nacional. ¿Está dispuesto nuestro pueblo a que se derrame sangre española para defender nuestros intereses? ¿Nuestras fronteras? ¿Nuestra soberanía? ¿Incluso si nuestro Gobierno se muestra remiso, ya sea por cálculo o por miedo? No es este un dilema que se resuelva con un sí o un no, por supuesto. Depende de lo que esté en juego. Es obvio que no vamos a ir a la guerra porque Rusia no nos deje integrar a Ucrania en la UE o en la OTAN. Tampoco, por desgracia —y en eso, como en casi todo, nos hemos quedado prácticamente solos— vamos a enviar a nuestros buques al mar Rojo porque los hutíes no permitan que atraviesen el canal de Suez los barcos que se dirigen a nuestros puertos.

Sin embargo, ¿derramaríamos sangre española por Ceuta y Melilla? Si la respuesta es afirmativa, de lo que personalmente no tengo ninguna duda, dejémoslo claro. No ya el Gobierno, sino cada uno de nosotros en las redes sociales, muchas veces dominadas por el pesimismo, quizá el mayor de los males de nuestro pueblo desde el nefasto siglo XIX. Las lamentaciones, el «vamos a morir», el «ya hemos perdido» —suena a poner la venda antes de la herida, pero seguramente encontrará el lector muchos comentarios como estos en las opiniones que se publiquen sobre este artículo— no solo son estériles, sino contraproducentes. Por esa razón, el derrotismo estuvo en su día penado por las leyes militares. Convenzamos al mundo de que lucharemos y no hará falta hacerlo; pero, por desgracia, hay pocas cosas más peligrosas que mostrarse vacilantes ante la presión.

El segundo de los factores críticos de nuestra capacidad militar es la moral del soldado, ese valor que ocupa, en el ámbito individual, el mismo papel que la voluntad de la nación en el colectivo. Sin moral no hay forma de hacer que un militar —un ser humano como los demás— deje a un lado sus miedos y sus vacilaciones y se comporte en el campo de batalla como un verdadero soldado.

¿Y qué es la moral? Un cóctel de muchos ingredientes, entre los que se encuentran el amor a la Patria, la fe en la causa, la confianza en los jefes, en los compañeros y en el material, el espíritu de cuerpo y el peso de la tradición. En los equipos de fútbol, que no están obligados a jugarse la vida, hasta el color de la camiseta parece contar. Pero quizá el más importante de todos los ingredientes de la moral de un militar sea el apoyo de la sociedad a la que cada soldado sirve, sin el cual se sentiría un simple mercenario. Las manifestaciones contra la guerra del Vietnam hicieron mucho más daño al Ejército norteamericano que la ofensiva del Tet. Y, ya que estamos, ¿nunca se ha preguntado el lector cómo puede un soldado israelí arriesgar su vida en Gaza mientras sus conciudadanos se manifiestan en contra de la guerra?

Un tercer factor es el institucional, el que en la antigua Esparta hacía la diferencia: la integración de la milicia en la sociedad. En España, el papel del soldado está teóricamente reconocido por nuestro Gobierno… pero no a la hora de fijar la cuantía de su sueldo. Sus valores son respetados… pero no tanto como para que salgan de las Reales Ordenanzas e impregnen los reglamentos que hoy se aplican a la carrera militar, apenas diferentes de los de otros cuerpos de funcionarios cuya naturaleza no exige los mismos estándares de disciplina y disponibilidad. Sus misiones son valoradas por casi todos —a veces son las excepciones las que más nos honran— pero no hasta el punto de exigir que quienes no puedan realizarlas por sus compromisos familiares, por falta de condiciones físicas o por obvias limitaciones profesionales dejen su puesto en las unidades de combate para que éstas puedan adiestrarse como un equipo cohesionado y desplegarse con sus efectivos completos.

Todos estos factores —y otros que ya he comentado para El Debate, como es el desinterés del legislativo por el mecanismo de generación de las reservas que necesitarían las Fuerzas Armadas en tiempo de guerra— pueden permanecer ocultos a los ojos de la sociedad. Pero se evalúan a diario por los agregados militares a las embajadas de los países con los que algún día podríamos entrar en conflicto y llegan a las mesas donde sus líderes toman sus decisiones de paz o guerra. No se ofenda el lector, ese es su trabajo. Nosotros hacemos lo mismo.

Suspender ese examen cotidiano —ni siquiera importa que sea injustamente como ocurrió en Ucrania— puede ser el primer paso para una guerra abierta. Más vale, pues, que lo superemos con nota. Pero, ya se lo adelanto, eso no va a ocurrir si los españoles no nos ponemos a prepararlo con la seriedad que merece.

Nuestra hora

No. En realidad, no ha llegado todavía a España la hora del soldado. Como los bomberos forestales en los incendios de este verano, ellos también son el último recurso. Lo que sí ha llegado es el momento de prepararnos para que ni el fuego ni la guerra nos encuentren inermes. Ha llegado, apreciado lector, la hora del ciudadano, la del votante. En definitiva, nuestra hora.

Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado