Un misil Tomahawk y un F-16 de la Fuerza Aérea de EE.UU.

Un misil Tomahawk y un F-16 de la Fuerza Aérea de EE.UU.portierramaryaire.com

Si quieres la paz... gana la guerra (III)

Los colmillos de España

Las hipotéticas armas imparables que existirán en la próxima década, ¿serán una razón más para tener miedo de nuestros enemigos o una razón más para que ellos nos teman?

Decía Clausewitz que la defensa es la forma más robusta de la guerra… y así era cuando él escribió su obra. Hoy día los militares seguimos apreciando sus lecciones sobre la naturaleza de los conflictos armados, pero el pensamiento táctico ha evolucionado de forma muy diferente, siguiendo el ritmo apresurado de la tecnología. Después de todo, no hay un muro tan alto que pueda mantenernos a salvo de los misiles balísticos.

Como el espacio —el futuro centro de gravedad de la defensa contra ese tipo de armas— nos queda algo lejos, me atreveré a alterar las dimensiones del problema para acercarlas a las inquietudes reales del lector casual que podemos encontrar en las playas españolas durante el mes de agosto.

Desde el punto de vista de la tecnología, es bastante fácil construir un arma capaz de hacer blanco en cualquiera de las molestas gaviotas —no sea mal pensado: las de verdad lo son y en poco se asemejan a las que aparecen idealizadas en el logo del primer partido de la oposición— que merodean cerca de nosotros tratando de robarnos el bocadillo. Lo difícil sería diseñar el arma con la que podríamos defender a las aves derribando a tiros las balas disparadas por otros airados bañistas. Y ese mismo desequilibrio se da en la defensa antimisil. Para que una de esas armas, quizá diseñada en China y fabricada en Irán, haga impacto en Madrid solo hay que enseñarle a navegar. Derribarla por impacto cinético mientras vuela a cientos de kilómetros de altura y a velocidades de miles de kilómetros por hora es, desde luego, un desafío mucho más complejo.

A esa ventaja tecnológica de la ofensiva —que el pobre Clausewitz no podría haber imaginado en la primera mitad del siglo XIX— hay que añadir otra de naturaleza táctica: en una partida así planteada, el agresor nunca tiene nada que perder. Basta el más mínimo error de la defensa para que muera la pobre gaviota —lo de pobre es un decir porque, a pesar de las cinco décadas transcurridas, aún recuerdo algunas de sus pasadas en la pista militar de la Escuela Naval— mientras el atacante no arriesga en cada intento más que el precio de un disparo.

A cualquiera se le ocurre —y espero que nadie me interprete mal, que no tengo nada en contra de las playas llenas de gente a las que a mi mujer le gusta llevarme— que si, en lugar de una molesta gaviota, las víctimas fuéramos nosotros mismos, sería mucho más inteligente que nos olvidáramos de disparar a las balas y lo hiciéramos directamente contra los bañistas que pretendan darnos caza. Eso —o algo bastante parecido— es lo que ha hecho Israel en su reciente guerra contra Irán: tratar de destruir en el suelo la mayor cantidad posible de los misiles de la República Islámica que, una vez en el aire —a pesar del formidable sistema Arrow israelí y los THAAD de sus aliados norteamericanos— conseguían atravesar la barrera defensiva en uno de cada cinco casos. No son muchos, es verdad, pero sí suficientes para provocar una desgracia.

El sistema antimisiles estadounidense THAAD

El sistema antimisiles estadounidense THAADKindelán

Con todo, la mejor guerra no es la que se gana, sino la que se evita… siempre que se haga sin hacer concesiones al agresor. Y en el mundo real, el de los hombres y el de los lobos, no se ha inventado mejor manera de prevenir una guerra que enseñar los dientes. Cuanto más afilados, mejor.

Enseñando los dientes

Buscando la corrección política, los europeos llevamos muchos años poniendo énfasis en la palabra «defensa». Hay incluso quienes, quizá avergonzados por la carga de militarismo que el tiempo ha ido poniendo sobre ese término a medida que fue reemplazando al de la «guerra» en las fachadas de los ministerios que se ocupan de estos asuntos, buscan diluirlo poco a poco en el de «seguridad», mucho más fácil de descafeinar.

Es tanto el disimulo que a veces se nos olvida que el problema de proteger a la gaviota es reversible. A medida que mejora la velocidad y la capacidad de maniobra de las armas que pueden comprarse en el mercado —algo que está ocurriendo muy rápidamente, nos guste o no— se hace más evidente la ventaja de que sea el hipotético enemigo, y no nosotros, quien tema por la vida del ave.

Quizá por eso, el Libro Blanco de la Defensa Europea —celebro que, en esta ocasión, la palabra «defensa» no nuble el razonamiento de los miembros de la Comisión— incluye en el segundo lugar de sus prioridades militares a los «sistemas de misiles de largo alcance diseñados para el ataque —sí, ha leído bien, «ataque»— de precisión a objetivos en tierra».

Misiles, de balísticos a hipersónicos

¿En qué tipos de misiles está pensando la otrora pacífica Unión Europea mientras nosotros hablamos de gaviotas? No es una pregunta fácil de responder y cada nación tiene su propia perspectiva. Mientras en Rusia y, sobre todo, en China se apostaba decididamente por el misil balístico, en Occidente se ha preferido confiar en los misiles de crucero, al menos para batir objetivos de carácter táctico. ¿Quién no ha oído hablar del Tomahawk, tantas veces símbolo del poder norteamericano? Del mismo tipo —y del mayor interés para los españoles— es el Taurus, el misil de crucero alemán que España adquirió hace una década para nuestro Ejercito del Aire y del Espacio.

¿Cuál es la diferencia entre unos y otros? Por si este artículo cayera en manos de algún lector profano, me permitiré recordar que los misiles balísticos son proyectiles voluminosos que recuerdan más a los cohetes que a los propios aviones. Como las balas de los cañones —y de ahí viene su nombre— siguen trayectorias definidas por la inercia y la gravedad. Pero la altura que llegan a alcanzar, más allá de los límites de la atmósfera, les permite mantener enormes velocidades y llegar a miles de kilómetros de distancia sin el obstáculo que supone el aire. En cambio los misiles de crucero vuelan en la atmósfera como lo haría cualquier reactor, lo que, a pesar de notables diferencias en sofisticación y precio —un solo Tomahawk puede costar lo mismo que varias decenas de Shahed— les acerca bastante a lo que hoy entendemos por un dron.

Un misil Tomahawk es transportado hacia el submarino 'HMS Anson' en Gibraltar

Un misil Tomahawk es transportado hacia el submarino 'HMS Anson' en Gibraltar@NavyLookout

Por qué esa preferencia occidental por los misiles de crucero? Aunque son mucho más lentos que los balísticos —de hecho, la mayoría son subsónicos— estos misiles vuelan muy bajo, pegados al terreno, por lo que son muy difíciles de detectar. Su capacidad para alcanzar blancos móviles, como son los buques en la mar, o acertar con las ventanas correctas de los cuarteles y palacios del enemigo —que hasta ese extremo se llega para incrementar los efectos deseados y evitar los daños colaterales— es mayor que la de los misiles balísticos porque, según nos dicen los ingenieros, la enorme velocidad de estos últimos provoca la ionización del aire a su alrededor y ciega a los sensores radar y ópticos.

Con todo, no quisiera desanimar al lector con detalles técnicos. No hace falta un título de ingeniero —que, en mi caso, siguiendo las tendencias sociales más avanzadas, sería necesario falsificar— para leer los informes de las tripulaciones de los buques mercantes atacados en el mar Rojo por los hutíes. Quien lo haga podrá comprobar que, a pesar de que se trataba de blancos grandes, lentos y sin protección alguna, los misiles balísticos de tecnología china e iraní caían con frecuencia en la mar, más o menos cerca de los buques pero sin causar daño alguno. Estadísticamente, estas modernas armas vienen fallando más que las escopetas trucadas de las ferias de mi juventud. Nada que ver con los Exocet, los letales misiles de crucero franceses disparados por los argentinos en las Malvinas… nada menos que cuatro décadas antes.

Con todo, el progreso científico no se detiene. Es de esperar que las nuevas generaciones de misiles balísticos de carácter táctico —ahora sí objeto de importantes programas de desarrollo en Occidente— superen las dificultades de los modelos actuales. Tampoco tardarán mucho en entrar en servicio armas verdaderamente hipersónicas, y recuerdo al lector que no damos ese nombre a los misiles más veloces —que, a menos que cambien las leyes de la física, seguirán siendo los ominosos ICBM, los misiles balísticos intercontinentales armados con múltiples ojivas nucleares capaces de llevar al mundo a la edad de piedra— sino a los que son capaces de maniobrar dentro de la atmósfera a más de 5 Mach.

Cuando de verdad se alcance la capacidad hipersónica, la industria de defensa podrá poner a disposición de las naciones armas virtualmente imposibles de derribar… al menos hasta que la siguiente vuelta de tuerca tecnológica nos lleve al espacio o nos traiga potentes armas de energía dirigida.

Antes de que esto ocurra, si es que lo hace —«siempre en movimiento el futuro está», decía el maestro Yoda— llegará un momento en el que los españoles nos tendremos que hacer una de esas preguntas que terminan definiendo a las naciones y condicionando su futuro. Las hipotéticas armas imparables que existirán en la próxima década, ¿serán una razón más para tener miedo de nuestros enemigos o una razón más para que ellos nos teman? Esa es la decisión que nosotros, como pueblo, tenemos que tomar. Y me parece que no vamos por el buen camino.

Unos colmillos mellados

Quizá debería ahora dejar que sea el lector el que reflexione sobre el asunto… pero para mí también es agosto y, por esa sola razón, me permitiré extenderme un poco más. ¿Por qué creo que no vamos por el buen camino? Porque, en pocas palabras, algunos de nuestros colmillos, precisamente los primeros que tendríamos que mostrar —no me olvido del soldado, por supuesto, pero de él hablaremos algún otro domingo— están tan mellados que ya no parecen dar miedo a nuestros enemigos.

Por lo pronto —y podría estar equivocado, porque llevo ya algunos años retirado— no me consta que España esté siquiera mínimamente interesada en ningún proyecto de misiles balísticos de largo alcance. Eso, al parecer, lo dejamos para los aliados que peor nos caen —Israel y los EE.UU.— y, sobre todo, para los muchos vecinos malvados que hay en nuestro complicado planeta: Rusia, China, Corea del Norte, Irán… y aquellos que, como los hutíes, los reciban de cualquiera de los anteriores. ¿Por qué —se preguntarán los pacifistas más ingenuos— cualquiera de ellos querría utilizar contra los españoles unas armas que nosotros no tenemos en nuestros arsenales? Precisamente por eso, contestaremos otros, a riesgo de que nos tachen de militaristas.

USS Milius disparando un misil Tomahawk en 2003, al inicio de la guerra de Irak

USS Milius disparando un misil Tomahawk en 2003, al inicio de la guerra de IrakThomas Lynaugh / U.S Navy

Si no estamos interesados en los misiles balísticos… ¿será porque también nosotros hemos apostado por los de crucero? Si, pero nuestra apuesta ha sido y sigue siendo demasiado cobarde. Hace una década teníamos la disculpa de que no había dinero. Ahora, que sí parece que lo hay, nos hemos impuesto una barrera arbitraria que, con buenas intenciones —la protección de la industria nacional y europea— nos impide adquirir fuera de nuestro continente buena parte del material que necesitamos para estar seguros. Incluso aquél —es lo que tiene ser más papista que el Papa— que los demás miembros de la UE no tienen intención de fabricar porque prefieren comprarlo donde han demostrado que saben hacerlo.

Resumamos la situación. Las cuatro decenas de misiles Taurus compradas hace una década son más una muestra de catálogo —repase el lector las cifras de la guerra de Ucrania o de la de Irán— que una herramienta de disuasión. Es verdad que el nuevo lanzacohetes del Ejército de Tierra, que todavía tendrá que superar las dificultades provocadas por la ruptura con el socio tecnológico israelí, vendrá a recuperar una capacidad perdida hace ya más de una década y resolverá un problema táctico acuciante; pero, como le ocurre al NSM de la Armada, no tendrá alcance suficiente para que de verdad cuente como colmillo geoestratégico.

Los dientes de la Armada

Y ya que, casi por casualidad, hemos llegado a la Armada —la cabra tira al monte— permita el lector que la use como ejemplo de cómo, en lugar de afilarlos, se liman nuestros colmillos sin que a la mayoría de los españoles parezca importarles tanto como las gaviotas que les molestan en la playa.

Además de sus misiones en el escenario marítimo —que siguen siendo importantes pero, pasados los tiempos de Mahan y Corbett, rara vez llegan a adquirir carácter existencial para las naciones modernas— las marinas de guerra de hoy tienen en su naturaleza expedicionaria y en sus posibilidades de influir sobre el litoral sus más claras señas de identidad. Las capacidades navales de proyección —nos gusta pensar en ellas como el tridente de un renovado Neptuno, cuyas puntas son los misiles mar-tierra, la aviación embarcada y la fuerza anfibia— no son un capricho de los marinos, como alguno pudiera pensar, sino un privilegio de las naciones ribereñas, que encuentran en la mar una ventaja estratégica impagable: la de elegir el terreno de juego. Aquí o allí.

Es este un privilegio inmenso al que nuestro Gobierno parece renunciar cuando sacrifica los colmillos de la Armada —no es solo el F-35, es también el Tomahawk y el misil Standard SM-3, ambos descartados hace ya algún tiempo para nuestros buques y reemplazados por… ¿nada?— en el altar de la industria nacional y europea. Por esa razón, mientras espanto las moscas que quieren posarse en el teclado de mi ordenador —afortunadamente las gaviotas se han quedado en la playa— empiezo a preguntarme si he entendido bien el problema de los españoles: en un mundo que se nos complica cada día, ¿lo que de verdad nos preocupa es la industria de defensa o la defensa de la industria?

Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado

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