Operación de Presencia, Vigilancia y Disuasión del Ejército en Ceuta y Melilla
Si quieres la paz… gana la guerra (I) El declive de la disuasión
Durante los domingos de este mes de agosto, el Almirante (R) Juan Rodríguez Garat expondrá a los lectores de El Debate un análisis en profundidad de aspectos clave de la defensa española en relación con la situación geoestratégica actual
Cualquiera puede leer la prensa de cada día y dar una opinión que los demás debemos respetar. Eso es, al menos, lo que dice la ley. Sin embargo, el valor de esa opinión puede ser muy diferente dependiendo de quien la dé. Al lado de los clásicos «cuñados» sabelotodo hay gente de mucho talento –como los que firman las columnas de opinión de El Debate– y otros que, sin nada en concreto de que presumir, tienen al menos una experiencia profesional que les permite interpretar los hechos antes de acercarlos al lector profano.
No es necesario explicar que, cuando se habla de la Defensa Nacional, yo creo encontrarme entre estos últimos. En medio de la epidemia de falseamiento de currículum que sufrimos, no volveré a decir que he servido en la Armada durante 47 años. Fueron exactamente 46 años, 9 meses y 5 días. Tiempo, en cualquier caso, suficiente para haber aprendido algo de mis jefes, de mis compañeros y de mis subordinados… pero, sobre todo, de los mejores maestros que uno puede tener: sus propios errores.
Permita el lector ocioso que, a partir de los más graves de estos errores, trate de construir una columna que pudiera ser útil para los ciertamente escasos miembros de la especie humana capaces de escarmentar en cabeza ajena.
Herramienta de la política exterior
En mi recuerdo, la versión corta de la historia que hoy voy a relatar empieza cuando, siendo Almirante de la Flota –hace ya, quién lo diría, casi diez años– me invitaron a dar una conferencia en la Escuela Naval Militar. Allí traté de explicar a los jóvenes guardiamarinas lo mucho que había cambiado el mundo desde mi ingreso en la Armada. Mi generación había vivido en una época en la que la disuasión parecía funcionar. Una época única en la historia de España en la que bastaba preparar la guerra –y, la verdad, ni siquiera podíamos prepararla tan a conciencia como nos gustaría por falta de recursos– para evitarla.
Las nuevas generaciones de marinos –dije entonces a los alumnos, siempre atentos a cualquiera que no les explicara las áridas ciencias de su carrera– no iban a tener una vida profesional tan cómoda como la mía. Ya entonces se intuía el advenimiento de un mundo diferente. Desde hacía ya más de una década, los buques de la Flota –que, recuperada la época de la diplomacia de cañoneras, se cuentan entre las mejores herramientas de la política exterior de cualquier país marítimo– desplegaban en los distintos mares del globo en misiones casi siempre pacificadoras… pero en las que, en ocasiones, resultaba necesario emplear la fuerza. Y, aunque fueran las menos, cuando esto ocurría había que hacerlo bien. Después de todo, ¿quién querría una herramienta que se rompe cuando la usas?
A lo largo de sus carreras, la mayoría de los futuros oficiales sentados delante de mí tendrían ocasión de salir de sus bases para hacer algo más que simples maniobras de adiestramiento. Tendrían que llevar la huella de España a escenarios difíciles, con vidas en juego, aunque sus misiones –me atreví a pronosticar en aquel momento, con mi fe en la disuasión todavía intacta– seguramente recordarían muy poco a los sangrientos combates de otras épocas históricas ya superadas. Obviamente, estaba equivocado.
El regreso de la guerra
Desde que me retiré en 2021 –y crea el lector que, a pesar de que me gusta decirle a mis nietos que antes los malvados no se atrevían a tanto, no hay en este dato ninguna relación de causa y efecto– el mundo parece haber cambiado a peor. En una vuelta atrás que la historia sabrá poner en su lugar, la guerra vuelve a ser la continuación de la política por otros medios que tan acertadamente describió Clausewitz. Pero, después de siete décadas, vuelve con un matiz que, por desgracia, debilita los efectos del mejor antídoto inventado por la humanidad para prevenir los conflictos armados: la disuasión.
La fragata española Méndez Núñez (F-104) arriba al puerto de Yokosuka en Japón
La guerra del siglo XXI ya no parece ser continuación de la política exterior, sino de la doméstica, y sobre ella es mucho más difícil influir desde el exterior. ¿Beneficia a Rusia la guerra de Ucrania? No, pero sí a Putin, que gracias a ella multiplica su poder. ¿Qué gana Irán con su continuado enfrentamiento con Israel? Nada, pero el régimen islámico busca en esta lucha la absolución de todos sus pecados políticos. El mismo razonamiento se puede llevar a los EE.UU. que, mucho antes de la llegada de Trump, vio cómo se decantaban en Irak votos decisivos para la reelección del presidente Bush.
El nuevo escenario global
De la mano de líderes ambiciosos y malvados que, como los que se suceden al timón de Hamás, son capaces de sacrificar a sus pueblos por sus propias causas, la disuasión se ha quedado sin apenas bazas que jugar. La conquista ha dejado de ser el crimen imperdonable que condena la Carta de la ONU y la fuerza, por desgracia liberada de las riendas impuestas por las convenciones de Ginebra, se ha convertido en la única fuente de legitimidad verdaderamente respetada por una comunidad internacional dividida en bloques mal avenidos.
Bajo el prisma de esta «nueva normalidad» –disculpe el lector que le recuerde la olvidada terminología de la última pandemia– no es difícil apreciar algunos de los errores de mi generación, de los que reconozco mi parte alícuota de culpa.
El primero de ellos, quizá el más importante, es el que nos hacía suponer que, para las naciones desarrolladas como era España, el uso de la fuerza continuaría siendo opcional. Como ninguna de las misiones que realizábamos era realmente crítica para nuestros intereses vitales –quizá Perejil fuera la excepción, pero los riesgos que entonces asumió el presidente Aznar eran más políticos que militares– nos acostumbramos a imaginarnos en los escenarios de conflicto limitado que entonces eran el pan nuestro de cada día. Muchos de esos escenarios no carecían de riesgos –170 militares dieron su vida por España en operaciones en el exterior– pero si había que bailar con la más fea, ya se tratara de bombardear al ISIS, de contener a China o de disuadir a la antigua URSS… para eso estaban los norteamericanos.
El segundo error se relacionaba con la preparación. La prioridad absoluta en los despliegues era la seguridad de nuestras fuerzas; y no estuvo ahí la equivocación puesto que no estaban en juego intereses vitales de España. El problema es que, como las unidades de la Flota siempre desplegaban en escenarios de baja intensidad, invertíamos ahí los escasos recursos disponibles, abandonando capacidades que solo ahora estamos empezando a recuperar.
El último de los errores fue el de responder a las demandas de nuestros aliados –no es nuevo en la OTAN el planeamiento de la Defensa, aunque solo este Gobierno lo haya empleado como pretexto para eludir los compromisos políticos con nuestros socios– con capacidades de papel. Ante la disyuntiva de tener que elegir entre tres fragatas bien alistadas o, por el mismo precio, cinco «de aquella manera», siempre hemos optado por la segunda cifra. Después de todo, creíamos que la guerra no era inminente y que, si llegara a ser necesario, se tardaría menos tiempo en resolver los acusados problemas logísticos de los buques que ya teníamos –falta de repuestos, de munición y, sobre todo, de personal– que en construir fragatas adicionales.
Armas y soldados
Afortunadamente, las Fuerzas Armadas de hoy tienen las ideas más claras. Sus mandos son conscientes de la necesidad de prepararse para la guerra, no solo porque esa preparación sea la mejor apuesta por la paz, sino porque es posible que, forzados por la ambición de los príncipes guerreros que empiezan a proliferar alrededor de la pacífica Europa –y, en un futuro no demasiado lejano, quizá dentro de ella– los soldados españoles tengan que entrar algún día en combate en defensa de nuestros intereses nacionales.
Lanzamiento de un misil NSM de Kongsberg, adquirido por la Armada española
Si esto ocurre, ya no les bastarán las capacidades de papel. Nuestras tropas necesitarán armas que todavía no tenemos –si El Debate lo permite, analizaré algunas de ellas en próximos artículos– y, además, que funcionen en el campo de batalla y no solo en los laboratorios. Y esto último no lo digo yo, un marino retirado hace ya más de cuatro años, sino el almirante López Calderón, actual Jefe de Estado Mayor de la Defensa: «Necesitamos que la industria entregue productos terminados, robustos y de fácil sostenimiento». No siempre ha sido así.
No es solo la industria de defensa la que necesita mejorar. También el propio ministerio debe hacer sus deberes. A pesar de lo que vemos en Ucrania, donde la innovación es un arma y la rapidez en la puesta en servicio de nuevos sistemas hace la diferencia en el frente, a los militares españoles no les ayuda en absoluto un sistema contractual obsoleto en el que –cito de nuevo al JEMAD– «los complejos y largos períodos de licitación y la rigidez de los procedimientos dificultan la agilidad que requieren en algunas ocasiones las adquisiciones militares». Si yo hablara de este asunto en un bar, no cambiaría una coma a lo dicho por el almirante… aunque quizá hiciera algo que él no se puede permitir: intercalar alguna palabrota ad hoc para darle a sus palabras el énfasis que merecen.
Con todo, en la guerra los soldados son casi siempre más importantes que las armas. Soldados motivados y con valores –entre los cuales la competencia profesional no es el menor–, justamente retribuidos, socialmente respetados, bien mandados e integrados en unidades cohesionadas y adiestradas para el combate. Soldados –y esa es la gran asignatura pendiente de nuestras Fuerzas Armadas– cuyos derechos personales –como es la conciliación de la vida familiar y profesional– y cuyas legítimas expectativas de carrera no redunden en perjuicio de su capacidad para derrotar a sus enemigos en el campo de batalla.
¿Es posible que España tenga unas Fuerzas Armadas así, disuasorias en tiempo de paz y letales en tiempo de guerra? Por supuesto. Pero no crea el lector que basta con asignar más recursos a nuestra defensa. El rearme que necesita España debe abarcar mucho más espacio, público y privado: desde los cuarteles hasta las empresas, desde los debates en el Congreso hasta las conversaciones en el bar, desde las cunas donde nace la conciencia nacional hasta las aulas donde se adquiere la cultura de defensa. No son solo los errores de los militares de mi generación los que nos han traído hasta aquí… y, aunque así hubiera sido, ahora es necesario el esfuerzo de todos para corregirlos. Y, tal como está el patio, cuanto antes mejor.