El Esparraguero, en los años 40 del siglo XX, en la calle María Auxiliadora

El Esparraguero, en los años 40 del siglo XX, en la calle María Auxiliadora

El portalón de San Lorenzo

La gran devoción al Esparraguero

El caso fue, lógicamente, sobreseído y para los hermanos se puede decir que aquello fue un milagro de su Cristo de Gracia

No habrá una persona que, sintiéndose creyente, no tenga su pizca de debilidad por una determinada imagen, bien sea la de su barrio, de su iglesia, o la de su querido pueblo. Por eso, de toda la Semana Santa de Córdoba quiero centrarme en este artículo en el majestuoso crucificado de la Hermandad del Cristo de Gracia, popularmente conocido como El Esparraguero, que arrastra la devoción de todo un barrio en torno al Jardín del Alpargate.
Las madres de mi barrio de San Lorenzo, las personas que seguramente más nos han querido, desde muy pequeños nos inculcaban un amor especial por este imponente Cristo. Por eso, muchos sábados, cuando íbamos a la iglesia de los Trinitarios en la plaza del Corazón de María, nos causaba un tremendo respeto subir aquellas escalerillas y rezar ante Él cualquier oración que el Padre Gabriel de la Dolorosa nos hubiese impuesto como penitencia.
Eran los tiempos en los que esta comunidad de Padres Trinitarios estaba formada por el Padre Nicolás, superior del convento, el Padre Alejo, el Padre Francisco, el Padre José Altera, el Padre Bonifacio, el Hermano Leoncio... Pero recuerdo en especial al citado Padre Gabriel, que todas las mañanas, muy temprano, se recorría la calle María Auxiliadora para acudir a decir misa a las Hermanitas de la Cruz de Capuchinas. Los niños lo veíamos andar con paso apresurado, con la tonsura característica de su Orden heredada de la Edad Media que dejaba gran parte de su cráneo pelado, y siempre llevando sus humildes sandalias y los pies al aire, con sabañones en los días de intenso frío.
En la iglesia de los Trinitarios el Padre Gabriel solía conversar respetuosamente con nosotros, y entonces siempre sacaba a colación al Cristo de Gracia, del que dijo que estaba allí en su altar esperando a que la gente joven y creyente acudiese ante Él para pedirle por lo que se necesitara, para ser mejores en el colegio, por nuestras familias… Por tanto, la devoción al Esparraguero irrumpió en mi vida desde distintos ángulos, todos importantes. A este respecto recuerdo que en el año 1954 estuve ingresado en el Hogar y Clínica de San Rafael de los Hermanos de San Juan de Dios, donde me realizaron una operación en la muñeca del brazo izquierdo. Estaba próxima la Semana Santa y mi madre -siempre las madres-, con el fin de animarme cuando íbamos andando para ingresar en la clínica, me iba diciendo por el camino: «Ya verás cómo estás en la calle para ver al Esparraguero».
Aquella frase se me quedó grabada en el subconsciente, de tal forma que, al despertar después de la operación, aún bajo los efectos del cloroformo, según nos comentó el Hermano Gabriel de San Juan de Dios que intervino en la misma, yo sólo acertaba a decir palabras inconexas, como «Esparraguero» o «Santa María de Gracia», que era el sitio donde acostumbraba a ver las procesiones con mi madre y mis hermanos.
Asimismo, quiero recordar a don Rafael Caballano, otro vecino singular del barrio. Fue fundador y colaborador desinteresado de la Orden Tercera, siempre muy identificado con la labor Trinitaria. En aquella República de 1931, cuando empezaron a llegar los incidentes incontrolados de anticlericalismo, él, con la debida autorización de los frailes, se llevó a su casa la vitrina que contenía las reliquias del entonces Beato Juan Bautista de la Concepción. En una disimulada alacena de su hogar, con todo el respeto del mundo, la tuvo guardada, rememorando en parte lo que había pasado de 1810 a 1814, cuando los «ilustrados» franceses quisieron alterar la vida y las costumbres de los españoles y se incautaron del convento, teniendo que salir la imagen del Esparraguero de su iglesia y esconderse. Por esa labor y otras que tuvo de protección y apoyo al convento en esos años convulsos, el obispo de la Diócesis aprobó que Rafael Caballano, con carácter excepcional por sus evidentes méritos, pudiera ser enterrado en la cripta de la Orden, justo debajo del Esparraguero.

Aclaración de la foto

Quisiera comentar también algo sobre la foto de este artículo donde aparecen dos militares en la presidencia delante del paso del Esparraguero. Aunque no se indica, puede ubicarse con seguridad en la calle María Auxiliadora, pues lo delata el perfil inconfundible de la casa de vecinos de la fachada más baja que aparece a la izquierda, conocida como La Nevería (pues fue en el XIX una fábrica de hielo) y a la derecha, con la bandera, la antigua entrada al Colegio Salesiano, que hoy da acceso al bar y patio de los Antiguos Alumnos. Precisamente por la bandera se ha lanzado la hipótesis de que la franja inferior parece, sólo parece, de una tonalidad más oscura que la superior, por lo que sería una bandera de la II República. De ser así la foto se fecharía en 1935, ya que El Esparraguero únicamente salió ese año. La normalidad en las procesiones no tuvo continuidad, pues en 1936 sólo saldría, valientemente, las Angustias.
No obstante, esta hipótesis no es cierta, porque la casualidad me permite refutarla. Y es que el teniente que aparece en la foto es mi suegro, José María Peña, que en 1935 era sólo sargento y no fue ascendido a teniente hasta 1938, en plena contienda. El otro militar de mayor graduación que aparece en la foto es su hermano mayor, Rafael María Peña. Ambos militares, hijos de un capitán de caballería llamado Juan María Expósito, que luchó en Cuba y luego fue jefe de los municipales, nacieron y se criaron en el barrio de San Lorenzo, primero en la calle Agua y luego en María Auxiliadora. Como toda su familia, pertenecían a la Hermandad del Esparraguero y además estaban muy implicados con la Orden Trinitaria.
Rafael fue tesorero de la Hermandad y pagaba la cuota más alta de todos los hermanos, 12 pesetas al año. Cuando empezaron los disturbios en la República y el convento y sus moradores corrieron peligro, protegió los enseres de la Hermandad, entre ellos el estandarte, ocultándolos en su casa. Al acabar la guerra pudo por fin devolverlos. José, por su parte, dejó una habitación familiar a un fraile trinitario que tuvo que refugiarse en esos aciagos días.
Esta predisposición con la Hermandad y los Trinitarios tuvo su recompensa cuando, recién acabada la guerra, en 1939, los dos hermanos, junto al hijo de Rafael, entonces muy joven, fueron acusados a través de un infundio (nunca se supo quién fue el desalmado lleno de odio que lo inventó) que los acusaron de espionaje, a favor del enemigo durante la guerra. Ante el tribunal militar que juzgó la gravísima acusación, desfilaron muchos jefes y subordinados que desmontaron esa falsedad. Pero serían también el hermano mayor del Esparraguero, el ingeniero agrónomo don Luis Merino del Castillo, y el superior del convento, el Padre Nicolás Izaguirre, los que dieron un paso al frente y declararon como testigos en su defensa, desmontando todas las burdas patrañas. El superior declaró, incluso, que cuando Rafael venía a la ciudad con permiso desde el frente les pedía, si era posible, que le abriesen la iglesia para rezar al Esparraguero. El caso fue, lógicamente, sobreseído y para los hermanos se puede decir que aquello fue un milagro de su Cristo de Gracia. En la foto, tanto el hermano mayor como el superior son los que aparecen en la misma.
La relación de esta familia con la Hermandad no acabaría ahí. Posteriormente, el citado hijo de Rafael, de nombre Manuel María Mejías, también sería un cargo directivo de la Hermandad, aunque ya no residiese en Córdoba, pues tuvo una carrera militar en Madrid en la que llegó, nada menos, que a teniente general e incluso fue preceptor del Rey Juan Carlos.
Por lo que respeta a mi suegro, en el poco tiempo que le pude tratar, por desgracia breve pues murió relativamente joven, siempre me demostró una devoción especial por el Esparraguero, y además era una gran persona. No tengo nada más que añadir.
Santísimo Cristo de Gracia

Santísimo Cristo de GraciaHermandad

El origen de la imagen

Como todos sabemos, el Santísimo Cristo de Gracia fue esculpido en la ciudad de Puebla de los Ángeles, en Nueva España (Méjico), como encargo de un vecino de Córdoba de nombre Andrés Lindo, residente entonces en América. Desde allí envió la imagen del Cristo, esculpido en cañaheja y con la cruz de madera de cedro, como presente para su hermana, Francisca de la Cruz, que vivía cerca de San Miguel. Esta señora y su hija tenían una especial relación con el convento de Nuestra Señora de Gracia (Trinitarios), por lo que le hicieron donación de la magnífica imagen, al que por consenso de ambas partes pusieron el nombre de Cristo de Gracia. A cambio, el convento, gustosamente, accedió a conceder sepulturas para Francisca de la Cruz, la donante, para Catalina Jacinta, su hija, y para Andrés Lindo, su hermano, por si volviese y muriera en Córdoba.
Todos los detalles de esta donación, como la elección del nombre del Cristo de Gracia, así como las sepulturas para los donantes, fueron recogidos en una escritura otorgada en Córdoba ante Agustín de San Juan, escribano público de la ciudad, en fecha 4 de febrero de 1618.
En esta escritura también figuraba que había que traer en procesión a la citada imagen del Cristo de Gracia desde la casa de la donante, y que a su paso por las distintas calles y centros religiosos se le daría el homenaje de respeto y devoción que la imagen se merecía, con adornos y repiques de campanas. Suponemos que la buena cera y el elegante adorno floral no se escatimaría por la zona alta de la ciudad, pero seguramente al llegar al humilde barrio de San Lorenzo, y especialmente a la plazuela de los Olmos (Jardín del Alpargate), lo más humilde de todo, los vecinos obsequiarían a su nuevo Cristo, como mucho, con su aseada presencia, y queremos pensar que, a modo de ofrenda, con productos del campo como pudieran ser los manojos de espárragos, que representaban para aquella sencilla gente el esfuerzo de todo un día de trabajo.
Estos pormenores no podemos conocerlos, pero sí disponemos de otra información curiosa que nos proporciona un protocolo del convento redactado años después, en 1694. En él se nos describe que la procesión despertó piadosos sentimientos y devoción al Cristo de Gracia. Pero todo pudo haberse ido al traste, ya que el autor del citado protocolo nos narra que, al entrar el cortejo en la parroquia de San Miguel por una puerta y tratar de salir por otra, como estaba previsto, hubo gente de este barrio que cerró la puerta de salida para evitar que el Cristo pudiese abandonar el templo, porque interpretaban que les pertenecía.
Fueron momentos muy difíciles, pues se cuenta que en la disputa sacaron a relucir hasta espadas y arcabuces. Pero, gracias a Dios, el Cristo de Gracia debió infundir la concordia entre aquellos feligreses alterados de San Miguel, y al final dejaron que se mudase a su nuevo barrio, donde fue colocado en el altar que fue de la primitiva ermita de Nuestra Señora de Gracia, pues los trinitarios aún no habían levantado su iglesia sobre la misma.
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