El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

El pantaloncito yeyunero

No hablamos en ningún momento de clásico atrevimiento o descaro de las ropas ajustadas que se han utilizado toda la vida sino de una increíblemente llamativa y velocísima invasión de la grosería

Actualizada 19:02

Córdoba. Año de nuestro Señor 1992. Calle López Amo. Valdeolleros. Una luz surgida del subsuelo ilumina la calle en el número 9. ¿Qué sucede? Las escaleras bajan hacia una vitrina llena de fotos y trofeos. Se trata de una insólita cochera. Intenso olor a sudor y bajantes. En lugar de coches o motos hay multitud de hombres a un lado haciendo pesas, en otra sala mujeres o niños en clase de aerobic o artes marciales, en una tercera gente descalza haciendo abdominales en una habitación con moqueta. De sus zapatillas dejadas a un lado emana algo difícil de discernir pero que hoy día por sí solo sería considerado nivel de alerta antiterrorista 5. Este garaje no es un garaje cualquiera, sino un mito: el gimnasio Hermes, leyenda de los gimnasios de barrio de la ciudad. Allí se pisan cucarachas al grito de ¡proteína! Allí toda indumentaria que pase del bañador y la camiseta de publicidad de refrescos entra en la categoría «mariconada». Allí nadie bebe agua hasta que termina de hacer ejercicio. Allí todo nuevo socio indica siempre que no quiere ponerse como Schwarzenegger o Stallone, «sino solamente como Van Damme». Ante tal afirmación sonríe Paco, dueño, monitor y maestro, responsable de introducir en la disciplina del hierro a generaciones de cordobeses con sus sabios consejos de sensei de las mancuernas.
Mucho ha llovido desde entonces y pocos gimnasios de barrio quedan, ni siquiera aquel. El negocio cambió y aquellos pequeños locales que ilusionaban a muchos jóvenes son hoy establecimientos amplios, algunas veces espectaculares y con innumerables servicios. La combinación de Meyba, J’hayber y camiseta de Bitter Kas ya no se estila. Pero no es éste un artículo nostálgico de usos y costumbres, aunque parta del recuerdo al Hermes, sino un estudio sociológico con vocación científica acerca de una prenda que se puso de moda hace muy poquito y está arrasando con todo a su paso: el pantaloncito yeyunero.
En efecto, poco después del año de pandemia, y nos situamos ya en uno de los mejores y más grandes gimnasios de Córdoba, empezó a hacer acto de aparición un pantalón verdaderamente extraño por sus facultades cuasi mágicas. Pegadísimo a las piernas de las mujeres, separa y realza el trasero hasta temer por cada una de sus nalgas, que en cualquier momento podrían desprenderse del cuerpo por las fuerzas puestas en marcha por el tejido. Estos llamados leggins levanta-glúteos se adentran e incrustan en el cuerpo de la mujer, a modo de ultratangas y posiblemente hasta el yeyuno, acaso el duodeno.
El pantaloncito yeyunero supone un vestir sin vestir o un desnudo sin desnudo, sobre todo al ir acompañado en la mayoría de las ocasiones de sujetadores deportivos con generoso escote. La exhibición del cuerpo es de tal calibre que a veces podría esperarse la aparición en el gimnasio de una pléyade de dirigentes del PSOE completamente confundidos por la naturaleza del lugar. Este pantalón ha ido ganando adeptas de todas las edades, convirtiendo al gimnasio en una ostentación de físicos jamás vista antes y absolutamente exorbitante. Muchas de las portadoras del pantaloncito yeyunero serían expulsadas por indiscretas en un club de streap-tease.
¿A qué se debe esta pérdida tan exacerbada y rápida del pudor y el decoro que ha llevado hasta la más chocante procacidad a un porcentaje considerable de mujeres en el gimnasio? No hablamos en ningún momento del clásico atrevimiento o descaro de las ropas ajustadas que se han utilizado toda la vida sino de una increíblemente llamativa y velocísima invasión de la grosería.
En las ropas que realzan la figura femenina se encuentra el erotismo más velado y la búsqueda de la mirada del otro, es decir, la manifestación de la belleza ante los demás, pues ya sabemos gracias al magisterio de El Fary que la mujer es pícara. En el pantaloncito yeyunero observamos sin embargo la búsqueda del desvío de la mirada del otro, abrumado por el exhibicionismo y la falta de compostura.
En la indiscreción del pantaloncito yeyunero se oculta algo más profundo, la negación del prójimo, convertida la cuasi desnudez fuera de contexto en una forma de narcisismo desmesurado: aparta tus ojos porque no quiero tu presencia. El egotismo enfermizo de la sociedad se transmite de forma cotidiana a través de la moda deportiva, y el feminismo que trata de rechazar o sustituir al hombre se manifiesta mediante la hipersexualización. Si antes se empleaba el dicho «se mira pero no se toca» ahora es «desaparece de aquí», pues la intimidad del vestuario femenino rompe sus paredes y se traslada a todo el recinto. Y así las mujeres dejan de enseñar su cuerpo para ser admiradas, pues enseñan tanta piel o simulación de piel para aislar y aislarse: sólo estoy yo y el mundo, con ese yo antes que el mundo.
Así llega, de forma disimulada, el influjo del wokismo hasta los sitios más recónditos, acabando como siempre con la hermosura, con la sana relación entre seres humanos, y encima generando una justificada alarma por convertir a los gimnasios en focos de atracción de sindicalistas españoles, pues pronto parte de las usuarias irán completamente en cueros con carísimas ropas transparentes de deporte. Y ya sólo estarán ellas, el mundo y un tío con bigote comiendo gambas.
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