La verónicaAdolfo Ariza

La sabiduría de un aviador

Actualizada 05:00

En su momento se preguntaba Antoine de Saint-Exupéry - autor del Principito – en carta a un general del ejército francés: -«Sólo hay un problema en el mundo. ¿Cómo se puede volver a proporcionar a la humanidad un sentido espiritual, una inquietud espiritual; cómo dejar caer sobre ella el rocío de algo semejante al canto gregoriano?». A lo que a continuación añadía: -«Comprenda usted que no se puede vivir ya de frigoríficos, de política, de balances y crucigramas. Ya no se puede». El drama era acuciante para Saint-Exupéry en una Europa donde «hay doscientos millones de hombres cuyas vidas no tienen sentido y que querrían nacer» y su origen radica en una «industria» que los «ha arrancado de sus linajes campesinos y los ha encerrado en estos enormes guetos que parecen apeaderos de apartado de reses, atestados de ramales formados por negros vagones». De ahí que lo que le angustiaba y atormentaba no era sino un «Mozart, un poco asesinado en cada uno de estos hombres».

La respuesta a la pregunta por el «cómo» es abordada vitalmente en el apasionante relato de sus andanzas como aviador en África y América titulado Tierra de los hombres (1939), recientemente reeditado con nueva traducción. Claro que, como a veces suele suceder, puede que no haya mejor forma de responder que volver a preguntar. Valga como ejemplo: «¿De dónde sacan los hombres ese anhelo de eternidad, inseguros como están, en una lava todavía tibia y con la amenaza de las arenas, con la amenaza de las nieves?». O, también, puede que lo extremo de las situaciones nos abra al descubrimiento de la verdad: «Medité sobre mi condición, perdido en el desierto y amenazado, desnudo entre la arena y las estrellas, alejado de los polos de mi vida por demasiado silencio. […] y, sin embargo, me descubrí repleto de sueños».

La propia experiencia va a hacer que nuestro aviador entienda su misma existencia desde la que él denomina como «la actitud del carpintero que se instala frente a su pieza de madera, la palpa, la mide, y que no la trata a la ligera, sino que apela para trabajarla a toda su sabiduría». De modo que nuestro particular aviador-carpintero, sin ligerezas, se descubre especialmente sensible a un sentimiento tal como «la nostalgia», difícilmente descriptible, pero por el que, incluso en las circunstancias más insospechadas, ha podido conocer «las más entrañables alegrías». Saint-Exupéry lo tiene claro: «Nos han dejado una nostalgia tan grande que hasta llegamos a añorar nuestras desdichas si han sido nuestras desdichas las que las han propiciado». Lo curioso, en este sentido, es que sea el desierto del Sáhara – un desierto que «si al principio» solo ofrece «vacio y silencio, es porque no se entrega a amantes ocasionales» - quien te puede recordar que «[…] lo maravilloso de una casa no estriba en que nos abrigue o en que nos proporcione calor, ni en poseer sus paredes, sino en que ella, lentamente, ha ido depositando en nosotros tales provisiones de amor, ha ido formando en el fondo de nuestro corazón ese macizo oscuro del que brotan, como el agua de la fuente, los sueños…».

Si bien quisiera resaltar otro dato de la poliédrica experiencia de nuestro singular aviador, tal y como es narrada en Tierra de los hombres, y que queda manifiesto cuando asevera: «Solo existe un lujo verdadero, y es el de las relaciones humanas». Para Saint-Exupéry «ser hombre significa, precisamente, ser responsable». «Supone conocer la vergüenza frente a una miseria que no parecía depender de uno. Supone sentirse orgulloso de una victoria que los compañeros han conseguido. Supone sentir, al colocar un grano de arena, que se contribuye a construir el mundo». En la otra cara de la moneda se encontrarían «nuestros sórdidos intereses»; aquellos que «nos aprisionan dentro de sus paredes» y de los que «solo un compañero nos puede agarrar de la mano y tirar de ella para liberarnos». Nuestro aviador no comprende «el gentío de los trenes de cercanías, esos hombres que se creen hombres y que, sin embargo, por una presión de la que no son conscientes, está reducidos, como las hormigas, a ser solo usados». De ahí que se pregunte: «¿Con qué llenan, cuando están libres, sus pobres domingos absurdos?».

Finalmente, señalar otro de los destellos de la experiencia y sabiduría de nuestro aviador que tiene muy claro que «nos dividimos por culpa de los métodos, que son fruto de nuestros razonamientos, no por las metas: que son las mismas». Con un provocador ejemplo ilumina este contraste tan paradójico como que «quien no tenía ni idea del desconocido que dormía en su interior, y solo una vez lo ha sentido despertar en un sótano de anarquistas en Barcelona, a causa del sacrificio, de la ayuda mutua, de una rígida imagen de la justicia, solo ese conocerá una verdad: la verdad de los anarquistas»; mientras que, por otro lado, «quien en alguna ocasión haya montado guardia en los monasterios de España para proteger una comunidad de monjitas arrodilladas, asustadas, ese morirá por la Iglesia».

Lo dramático de los consabidos «métodos» se recrudece con un «creador al que se le garantiza el sustento» y se duerme, con «un conquistador victorioso» que se ablanda y con «un generoso» que si se enriquece, se vuelve tacaño. En estos de los «métodos» conviene no confundirse: «¿Qué nos importan las doctrinas políticas que pretenden lograr la plenitud de los hombres si, en primer lugar, no conocemos qué tipo de hombre quieren formar? ¿Qué nacerá? No somos ganado para el engorde, y la aparición de un Pascal pobre pesa mucho más que el nacimiento de algunos prósperos anónimos».

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