El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

Los dioses subalternos

Actualizada 04:30

Durante estos días, tras la catástrofe en Valencia, vemos en numerosos foros la expresión de determinada extrañeza. Mucha gente se pregunta qué hará falta para que Fulanito dimita, qué tendrá que pasar para que Menganito reconozca su responsabilidad o incluso por qué Zutanito no se sacrifica a sí mismo en la plaza pública, es decir, ante los medios de comunicación. Tanto aquellos que han sufrido la tragedia como muchos otros españoles que la observan con preocupación, solicitan reparaciones al respecto por parte de aquellos que asumen ciertas competencias, y cuyo cometido no ha estado a la altura de las circunstancias.

La población, por tanto, pide que los que desarrollan ciertas obligaciones se rijan por cuestiones intangibles que sienten aparejadas a ellas, como la integridad, vergüenza o rectitud. Son ese puñado de características personales y sociales que Nicolás Gómez Dávila llamaba con acierto dioses subalternos. Y lo hacía en el siguiente aforismo: «Dios no muere, pero desgraciadamente para el hombre los dioses subalternos como el pudor, el honor, la dignidad, la decencia, han perecido».

No hace falta irse a un cataclismo. En muchas otras ocasiones más cotidianas, los individuos apelan a esos dioses subalternos, por ejemplo a un empresario en materia de sueldos o a un casero si nos referimos a alquileres. Se requiere que esas personas, por ejemplo, tengan la decencia de pagar más o el pudor para reconocer que han impuesto un alquiler excesivo aprovechándose de ciertas circunstancias.

Sin embargo, si los dioses subalternos están muertos, ¿a quién se apela exactamente? Parece que más bien a un recuerdo reflejado en algún espejo lejano. De esta manera, el impúdico exige pudor; honor el alevoso; dignidad el indigno; y decencia el inmoral. Y se demandan exclusivamente cuando la vida se ve afectada por algo intempestivo en cualquier sentido.

Y así, el político vive al margen de los dioses subalternos de la misma forma que la población, que sin embargo los reclama en algunas situaciones, generando a la postre una pantomima, pues la estructura del poder moderno es esencialmente maquiavélica por una parte, y el interesado para la ocasión se ríe y desprecia a los términos mencionados cada día de su vida. Tanto el poderoso como el coro que vocifera participan del mismo teatro. ¿Puede uno acaso reivindicar lo que desprecia?

El propio aforismo de Gómez Dávila aporta la solución, pues solamente ese Dios que no ha muerto podría hacer resucitar a otros dioses menores cuya memoria, de alguna forma, no acaba de desvanecerse, pues su esencia está ligada a la humana. Justo ese Dios al que hemos dado la espalda. Entre tanto, aquellos que nos defraudan están ahí exactamente por lo que somos, y cuando les tenemos que pedir insistentemente dignidad es porque antes la hemos pisoteado.

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