Premio Cervantes y senectud
La semana pasada el escritor Álvaro Pombo recibió, de manos del Rey Felipe VI, el Premio Cervantes, probablemente el galardón literario más importante otorgado a escritores en lengua castellana. Debo confesar que no es Álvaro Pombo uno de mis escritores preferidos pero ello, sin duda, no es demérito del referido Pombo sino, más bien, de mí mismo, que tal vez no haya captado en toda su dimensión, y por la cortedad de mis luces, las virtudes del escritor. En todo caso, el premio, a parte mis preferencias personales, me parece justísimo.
La ceremonia me ha producido dos sensaciones contrapuestas: la primera de gozo, al constatar que Pedro Sánchez no ha asistido a la misma, liberando a los espectadores de su siempre desagradable presencia. La altanería y la traición, dilecto Presidente, produce en las personas medianamente decentes vomitivas sensaciones. Y tu ausencia exoneró al personal de tales repugnancias. Está claro que desde que el referido sujeto protagonizó en Paiporta aquel espectáculo de enfática cobardía no es gustoso de coincidir con Su Majestad el Rey …¡ No alcanzo a imaginar por qué ! O tal vez sí….
La otra sensación no fue tan positiva. El estado físico del galardonado, en apabullante senectud, no era el óptimo: extremadamente delgado, recogido en postración por una silla de ruedas, sin fuerzas para leer personalmente su discurso ( por cierto, muy profundo ) Don Álvaro era una brillante metáfora de la dignidad del ser humano cuando está despojado de su soporte físico … Ello me ha conducido a una reflexión relativa a la oportunidad de conceder los grandes galardones literarios ( no me refiero a los típicamente comerciales: Planeta, Nadal…) a escritores que ya han culminado su obra, en una especie de reconocimiento casi póstumo a su trayectoria.
Por centrarnos en el Cervantes e ilustrarlo, aleatoriamente, con los ejemplos que el azar me trae a la memoria : a Álvaro Pombo se le otorga el premio con ochenta y cinco años; a Francisco Brines a los ochenta y ocho y fallece al año siguiente; a Dulce María Loynaz a los noventa; al gran poeta Jorge Guillen, a quien le pertenece también el honor de ser el premiado en la primera edición, la de 1.976, a los ochenta y tres. La «utilidad »de tales reconocimientos a tan provecta edad es más que dudosa: la dotación económica va a aprovechar, más que al galardonado, a sus herederos; y en lo que hace a reconfortar la vanidad, ese vicio que aguijonea incluso a los que no tenemos méritos para sufrirlo, es propósito baldío porque a esas edades, al ser humano, ya lo han abandonado todos los vicios. ( Incluida la vanidad ) Ya lo refería Cela invocando la doctrina de un cura amigo suyo: « Mira, Camiliño Josesiño, eso de que tenemos que ir dejando los vicios, que dicen mis colegas, no es verdad, no hagas caso…A cierta edad son los vicios los que nos dejan a nosotros» Y por último: otorgar el premio para reconocer una obra literaria vital es absolutamente absurdo porque, a esas alturas de la vida, «puesto ya un pie en el estribo, con las ansias de la muerte» la obra de los galardonados está suficiente e inevitablemente reconocida.
Yo abogo porque el premio se otorgue a escritores maduros pero no ancianos, autores que tengan ya una obra relevante y de calidad pero, por razones de edad, aun incompleta. A escritores reconocidos pero a los que aún les falte el empujón necesario para ser «inmortales». El premio les daría fama, relumbrón y prestigio y ello encelaría a los lectores, lo que haría que su obra llegara al gran público. La pingüe dotación económica, por su parte, les otorgaría independencia y la seguridad de saber que pueden dedicarse durante un periodo más o menos largo a escribir, reparando sólo en la calidad de su producción, al margen de la necesidad de publicar regularmente, lo que sea y como sea, para traer los garbanzos a casa.
Eso que digo es mi parecer. Y me sería muy grato que las instituciones competentes «rejuvenecieran» los candidatos que cada año proponen y que el Jurado fuera sensible a ese necesario, yo diría que imprescindible, cambio de paradigma. Ahora bien: eso es arriesgado. Es mucho más fácil premiar a un autor a «cabeza pasada », cuando su obra ya está totalmente decantada y reconocida, que hacerlo a un autor en plena evolución y desarrollo y aun no consagrado. Confío poco en las instituciones que presentan candidaturas que, aunque no son políticas, sí están politizadas. No avanzo más por este sendero. Pero arrojo el guante : El Premio Cervantes ( y otros prestigiosos) puede seguir siendo un parque temático de vetustos elefantes literarios y un remanso de autocomplacencia o, por el contrario, puede ser catalizador de energías literarias para ayudar a escritores «emergentes »y con ello crear un futuro literario mejor, donde prime la calidad y no lo comercial.
No voy a quedarme al hilo del pitón, sino que, por el contrario, voy a coger el toro por los cuernos y voy a poner , a mis reflexiones, nombres concretos . Siendo así, después de menear el árbol de mi memoria y preferencias literarias y de reflexionar un poco ( si bien no demasiado ) propondría como candidatos al Cervantes, por ejemplo, a Joaquín Pérez Azaústre ( cuya obra más reciente retrata las últimos décadas de nuestra historia, una especie de Episodios Nacionales …pero con una calidad y fuerza lírica que no podría soñar don Benito Pérez Galdós ( Perdón por la herejía ) O a Juan Manuel de Prada, un iconoclasta de hondo pensamiento, también demoledor, en estos tiempos de impostura, de mitos falsos neciamente aceptados; o a Fernando Aramburu, por su voz personal, sí, sobre todo por su voz personalísima y singular; o nuestro paisano, el poeta ruteño José María Molina Caballero, de una perfección lírica imposible de alcanzar. O al poeta extremeño Basilio Sánchez…O cualquiera de tantos otros, cuya calidad ( todavía) no es completamente reconocida en el mundo hispanoamericano.
Ahí queda dicho. Ya sé que no va a servir de nada pero, bien mirado, poco me importa. Esa es la gran ventaja de los irrelevantes como yo: tenemos toda la libertad para expresarnos como mejor nos parece. Y los poderosos toda la libertad para no hacernos caso ( ni puto caso ).