
Joaquín Pérez
Joaquín Pérez, párroco, canónigo y delegado diocesano de Vida Consagrada
«La necesidad de buscar a Dios sigue siendo inmensa»
Esta semana hablamos de los que consagran su vida al seguimiento de Cristo «con radicalidad»
Hace una semana, con motivo de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, el obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, dedicaba su carta pastoral a los consagrados «que señalan a todos los demás el camino de la santidad, el seguimiento de Cristo con radicalidad, la entrega a los demás, que se inspira en el ejemplo de Cristo».
El responsable diocesano de Vida Consagrada en la diócesis cordobesa es Joaquín Pérez (Córdoba, 1955), párroco de Nuestra Señora de la Consolación desde hace veinticinco años y canónigo del Cabildo Catedral desde el pasado 7 de enero. Nos atiende en su despacho de la parroquia, un templo de diseño vanguardista y que alberga una capilla de Adoración Perpetua que está abierta todos los días, con sus noches, durante todo el año.
En un mundo cada vez más secularizado, cada vocación, cada paso que camina hacia la consagración cristiana de la vida es casi un milagro. Cinco chicas cordobesas han ingresado en Órdenes y Congregaciones en los últimos meses, desde Carmelitas Descalzas a las Clarisas de Hinojosa, no todas en esta diócesis. Pero ahí están. Formando parte de una provincia en la que existen veintisiete comunidades de mujeres y cinco de hombres, setenta y tres comunidades en total con más de mil miembros que abarcan desde la vida contemplativa a las labores asistenciales y la enseñanza.

Joaquín Pérez
- Virginidad, obediencia y pobreza. No se me ocurre una sociedad más alejada de esos tres valores que la actual.
- Exactamente. La virginidad, por ejemplo, es algo que hoy ni siquiera se considera; se ve como un concepto pasado de moda, incluso absurdo, sin ningún sentido para la mayoría de la gente. En cuanto a la pobreza, vamos en la dirección opuesta: los políticos prometen una sociedad del bienestar, donde todo el mundo tenga más y mejor. Pero la realidad es que cada vez hay más pobres, lo que genera una contradicción tremenda. Y la obediencia… simplemente ha desaparecido. Ahora cada uno piensa como quiere, vive como quiere y no se somete a nada ni a nadie.
Sin embargo, nosotros, como cristianos, tenemos a Jesucristo como ideal. Él vino a hacer la voluntad del Padre y su vida fue la máxima expresión de estos tres valores: nació en una cueva, murió en la cruz desnudo, en absoluta pobreza, sin siquiera un lugar donde reclinar la cabeza. En cuanto a la virginidad, él abrió un camino que en su cultura judía no se contemplaba. No era un valor ni una opción de vida en su tiempo, pero él vino a mostrar algo nuevo: la fecundidad no está solo en la descendencia biológica, sino en el amor de Dios. Ese amor se manifiesta en la renuncia total de uno mismo, incluso de algo tan esencial y fundamental como la propia entrega afectiva, para llenarse plenamente de Dios.
Y ese amor es fecundo. Ahí tenemos el ejemplo de tantos fundadores que han hecho tanto bien: San Juan Bosco, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Calcuta… todos ellos entregados a los demás desde esa renuncia personal. Es cierto que vivimos un contraste enorme con la sociedad actual, pero, aun así, hay jóvenes que se encuentran con Cristo y descubren que esto les llena por completo. El amor de Dios les sostiene, les da sentido y les hace vivir con una felicidad profunda.
- En efecto, cada año hay hombres y mujeres que se entregan a la Palabra de Dios y a la oración constante.
- Claro, claro. Aquí, por ejemplo, en nuestra capilla, la adoración es una realidad viva. No tengo un número exacto, pero hay alrededor de 400 adoradores inscritos, cada uno con un turno semanal de una hora. Yo mismo estoy apuntado. Pero, más allá de los adoradores registrados, hay mucha más gente que pasa por la capilla. A lo largo del día, si me asomo por la mañana o al mediodía, siempre veo a 10, 15, 20 personas. Es decir, muchas más de las que figuran en los turnos oficiales, donde suele haber tres o cuatro inscritos por franja horaria.
En total, considero que, como mínimo, entre mil y mil quinientas personas pasan cada semana por la capilla, buscando ese encuentro con Dios. Hay una necesidad real de estar en Su presencia, de encontrar en el Señor la paz. De hecho, incluso personas que no se consideran creyentes vienen y dicen: «Aquí encuentro una gran paz, necesito paz, y cuando vengo me siento consolado, confortado; salgo de otra manera». Eso es algo muy significativo. La necesidad de buscar a Dios, de dedicar un tiempo a la oración, de encontrar un rato de paz ante Su presencia, sigue siendo inmensa.
- Aquí encuentran un templo abierto las 24 horas del día para eso.
- Sí, los 365 días del año. Esto surgió de una manera completamente providencial, algo que yo no esperaba en absoluto. Es cierto que mi padre era adorador nocturno y un hombre profundamente amante de la Eucaristía, pero la iniciativa nació a raíz de una visita inesperada.
Todo comenzó cuando una muchacha pasó por aquí. Ella había conocido la primera capilla de adoración perpetua en España, que se abrió en Málaga, concretamente en la pedanía de Cancelada, en Marbella. Tenía un hermano trabajando allí, y cuando fue a visitarlo, descubrió la capilla. Era una mujer muy religiosa, aunque no pertenecía a ninguna congregación, y quedó muy impresionada por aquella experiencia. Al enterarse de que aquí exponíamos al Señor ocasionalmente, vino a hablar conmigo sobre la posibilidad de establecer algo similar.
A partir de ahí, comencé a investigar y di con el padre Justo Lofeudo, un sacerdote argentino que ha dedicado su vida a abrir capillas de adoración perpetua por toda Europa. Tiene una comunidad de misioneros eucarísticos en Francia, y en España ha sido clave en la fundación de muchas de estas capillas. En aquel momento, la nuestra fue la número 37.
Me puse en contacto con él en 2006, pero fueron necesarios nueve años de perseverancia hasta que logramos hacer realidad el proyecto. En febrero de 2015, se celebró en El Escorial un encuentro de todas las capillas de adoración perpetua de España, y allí invitaron a don Demetrio para que diera una charla. Aquello fue un punto de inflexión: me puse en contacto con él, lo invité a conocer más sobre la iniciativa y, finalmente, en abril de 2015, pudimos abrir nuestra capilla.
La historia tiene muchos más episodios, pero lo esencial es que, gracias a la providencia y al esfuerzo de muchas personas, hoy contamos con un lugar de adoración abierto las 24 horas del día, los 365 días del año.
- ¿Cuál es la labor de un delegado de Vida Consagrada?
- Bueno, la delegación es, en esencia, una representación del obispo, su «mano extendida», por así decirlo. Nuestra labor consiste en mantener un contacto constante con él y transmitir sus directrices. Por supuesto, el obispo confía en el delegado que nombra, no solo en el de Vida Consagrada, sino también en las distintas delegaciones a través de las cuales ejerce su ministerio.
En el caso del delegado de Vida Consagrada, su tarea principal es atender la vida religiosa en la diócesis. La vida consagrada, en sí misma, goza de autonomía, ya que cada comunidad tiene su propia entidad jurídica y se organiza de manera independiente. Sin embargo, estas comunidades deben insertarse dentro de la estructura diocesana y están bajo la autoridad del obispo, lo que implica una relación necesaria. No se trata de una dependencia en el sentido administrativo o económico, como ocurre con los sacerdotes diocesanos, sino de una vinculación pastoral y espiritual con el obispo.
El delegado debe velar por que esta relación se mantenga, coordinando tareas cuando sea necesario. Por ejemplo, las congregaciones que gestionan colegios funcionan de manera independiente, pero el delegado sigue siendo un punto de enlace entre ellas y la diócesis.
En el caso específico de las religiosas de clausura, el papel del obispo está regulado canónicamente desde Roma. Cuando hay elecciones de priora, por ejemplo, debe estar presente como testigo, una especie de «notario» de la elección. Además, algunas necesidades de estas comunidades dependen directamente del obispo, por lo que mi labor es visitarlas, conocer sus problemas y transmitírselos.
Dentro de la vida consagrada, hay que distinguir entre monjas y monjes de clausura. En el caso de los monasterios, como el de las Escalonias en Hornachuelos o la reciente comunidad de camaldulenses en Villaralto, mi función es más de acompañamiento y conocimiento de su situación, pero sin una dependencia canónica establecida. En cambio, con las religiosas de clausura sí existe esa vinculación directa: en ese ámbito, actúo como vicario religioso, asumiendo algunas funciones del obispo. Para el resto de comunidades de vida consagrada, mi papel es el de delegado, facilitando la comunicación y el apoyo pastoral dentro de la diócesis.
- ¿Hay vocaciones?
- Sí, hay vocaciones. Estamos en un periodo que pone a prueba la vida de las comunidades religiosas, y en este contexto, un joven que se encuentra con Cristo y busca autenticidad, que anhela una vida que realmente le llene, la encuentra en aquellas comunidades donde se vive con pureza el carisma y la vida evangélica.
En este sentido, las vocaciones que estamos viendo actualmente, especialmente en la vida contemplativa, son significativas. No quiero decir que sea la opción más radical, pero sí es la que más llama la atención: renunciar a todo para encerrarse en un monasterio y vivir en comunidad, codo con codo, cada día.
Algunas comunidades están recibiendo vocaciones, mientras que otras se están nutriendo de personas procedentes de países del llamado Tercer Mundo. Monasterios de distintas órdenes han acogido jóvenes de África y Sudamérica, lo que les permite mantenerse y continuar su camino. Aun así, en algunos de ellos seguimos viendo vocaciones españolas, lo que demuestra que la llamada a la vida consagrada sigue viva también en nuestro país.

El párroco, ante el panel que regula los turnos de Adoración Perpetua
- La vida consagrada es una realidad cada vez más desconocida. Un sacerdote, por ejemplo, tiene una proyección social evidente, su labor es visible, pero la vida consagrada parece más oculta. Y, sin embargo, también cumple una función importante, aunque quizá no suficientemente reconocida.
- Sí, precisamente de esto hablamos el domingo. Antes de la Eucaristía de las 12, tuvimos una reunión previa con los religiosos, como hacemos cada año en el Día de la Vida Consagrada. En ese encuentro, el obispo mencionaba la necesidad de dar a conocer mejor la vida consagrada. Debido a la autonomía con la que funciona cada comunidad, ni siquiera entre ellas se conoce del todo el trabajo que realizan, y mucho menos la sociedad en general.
Por ejemplo, se sabe que los maristas tienen colegios, pero ¿cuántos conocen realmente su carisma, su comunidad, el ideal que les ha llevado a consagrarse? Lo mismo ocurre con los salesianos, los jesuitas o La Salle. Su labor educativa es valorada, pero la vida interior que sostiene ese servicio sigue siendo un gran desconocido.
Por eso, estamos planteando iniciativas para mejorar esta visibilidad. Se ha hablado de utilizar revistas de la Iglesia o incluso de organizar una feria de la vida religiosa, donde las distintas congregaciones puedan dar a conocer su carisma y su labor en un espacio de encuentro abierto al público.
Sin embargo, vivimos en una sociedad que, al alejarse de Dios, muestra poco interés por la vida consagrada. Si no hay una decisión firme de darse a conocer, la presencia de los religiosos puede quedar diluida. Paradójicamente, la enseñanza en colegios religiosos sigue teniendo una enorme demanda: las familias valoran mucho la formación que ofrecen, y los centros tienen las plazas llenas año tras año. Pero ahí estamos hablando de la labor visible, del impacto externo. La vida interior de las comunidades, que es lo que realmente anima y da sentido a ese servicio, sigue siendo desconocida. Son dos caras de la misma moneda, pero la cara interior apenas se percibe.
- Recientemente ha cumplido 25 años como párroco, y precisamente me gustaría preguntarle sobre la influencia que puede tener un párroco en el surgimiento de vocaciones, tanto para la vida consagrada como para el relevo generacional dentro de la Iglesia. ¿Hasta qué punto su labor pastoral puede ser un factor clave en este sentido?
- Yo creo que los párrocos tenemos una misión concreta dentro de la Iglesia, quizá la más visible. Permanecemos en un barrio durante muchos años, mantenemos la iglesia abierta y llegamos a ser una referencia para la comunidad. La gente nos conoce, confía en nosotros y, a lo largo de sus vidas, acudimos a ellos en momentos clave: el nacimiento, la primera comunión, la muerte de un ser querido… Todo esto genera un vínculo, un conocimiento mutuo importante.
Más allá de las celebraciones litúrgicas, que son fundamentales, la labor del párroco consiste en alimentar la fe de los fieles, animar la comunidad cristiana y estar disponible para el acompañamiento personal. No se trata solo de confesar, sino también de escuchar, de orientar a quien se encuentra en una encrucijada, a jóvenes que buscan su camino.
La vocación es, en última instancia, una llamada de Dios, un misterio que toca el corazón de cada persona. Sin embargo, la vida parroquial puede ser un espacio de alimento y orientación que ayude a discernir esa llamada. En nuestro seminario, por ejemplo, hay dos seminaristas que en su día formaron parte de grupos parroquiales o asistían con frecuencia a la Eucaristía aquí. Es decir, el párroco tiene cierta influencia en ese proceso, pero no es el único factor.
La familia también juega un papel esencial, aunque a veces pase desapercibido. En el caso de estos dos seminaristas, sus padres viven su matrimonio cristianamente, son practicantes y han transmitido la fe con alegría. Ese entorno familiar ha sido determinante en su camino vocacional.
Por otro lado, los movimientos juveniles dentro de la Iglesia también ayudan a que un joven, en un momento dado, descubra que su vida tiene una dirección dentro de la comunidad cristiana. En ese encuentro personal con el Señor, surge la posibilidad de dar el paso y comenzar a desarrollar y madurar su vocación.
- ¿Cuánto debemos a la oración callada de quienes participan en la vida consagrada? En una sociedad donde la oración parece algo inútil o invisible, ¿cuánto bien nos llega realmente a través de ella? Aquí mismo tenemos el ejemplo de una comunidad que ora sin cesar, las 24 horas del día.
- La oración es fundamental desde el mismo Evangelio. Jesucristo pasaba la noche en oración, enseñó sobre la oración. Es una dimensión esencial, ¿por qué? Porque establece la relación personal con Dios. Benedicto XVI lo decía muy claro: el cristianismo no es una ideología, no es una ONG, no es un simple cumplimiento de normas; el cristianismo es el encuentro con Jesucristo. Y de ese encuentro nace todo lo demás. De ahí brota la vida cristiana, con sus diversas actividades y manifestaciones. Pero si no existe esa relación personal con Cristo, todo se seca.
La justificación más profunda de la oración es que el ser humano necesita una relación interpersonal con Dios. Dios se ha hecho hombre para que podamos tratarlo de tú a tú, para abrirnos a Él, para recibir lo que nos quiera dar a través de su Espíritu y poner nuestra vida en sus manos. Y esa relación no es con un espíritu difuso o una idea abstracta. No es simplemente «sentirse bien». Es un tú a tú con Dios. La persona que recibe la llamada de Dios es consciente de ello, sabe que Dios le ha hablado, que ha tenido un trato personal con él.
Lo vemos en la Anunciación: el ángel se dirige directamente a María, le propone algo concreto, la introduce en los planes de Dios. Y ella se da cuenta, porque Dios le habla claro. Eso mismo ocurre con quien recibe una vocación: entiende con claridad que Dios le pide algo, y se lo pide de una manera tan profunda que no puede resistirse. No porque Dios lo obligue, sino porque le llena tanto, le hace tan feliz, le seduce de tal forma que siente que ha encontrado el tesoro del que habla el Evangelio, el sentido pleno de su vida.
En ese sentido, la oración de los religiosos, especialmente la de los contemplativos, es como el corazón de la Iglesia. ¿Cuánta gracia, cuánta ayuda de Dios llega al mundo a través de esas personas que viven escondidas y desconocidas, pero que están día y noche presentando al Señor las necesidades de los hombres? Santa Teresita de Lisieux, que es doctora de la Iglesia y que, siendo contemplativa, es una verdadera luminaria, lo entendió perfectamente. Murió con apenas 24 años, consumida por la tuberculosis, una enfermedad que la dejó sin fuerzas. Y aún así, decía: «Voy a dar un paseíto»—cuando apenas podía moverse—«y ese esfuerzo lo ofrezco por los misioneros que están en dificultades».
Esa es la entrega de Cristo, la que reproducimos en nuestra vida. «Este es mi cuerpo, entregado por vosotros». Jesucristo no vino a «arreglar» el mundo en el sentido material, pero sí abrió un camino: el camino de la entrega total. Y esa entrega, ofrecida a Dios por medio de Jesucristo, se convierte en gracia y ayuda para las personas. Hay muchas ayudas misteriosas que nos llegan del cielo, que parecen casualidades pero que en realidad son fruto de la oración de tantos que creen en el poder de la intercesión, que confían en que Dios escucha y actúa.