Rayito repartiendo juguetes a los niños rumanos

Rayito, el segundo por la izquierda, repartiendo juguetes a los niños rumanosM.A.

Crónicas castizas

Rayito, el hombre sin límites

Tenía un trastorno diagnosticado de personalidad límite y así era, un acierto de los galenos, como podemos aseverar los que le conocimos. Llevaba el afán de servicio al límite, la generosidad al límite, la entrega al límite, la solidaridad al límite

Rayo, rayito. Le había adjudicado el nombre el exministro de Agricultura Raimundo Fernández- Cuesta, tanto por su celeridad en hacer las cosas, la del ministro no, y además porque no paraba, el ministro sí. Siempre ocupado. Era «el rayo que no cesa». Y sabía hacer casi de todo, cocinar incluido, como sabe cualquiera que haya catado sus caldos ardientes en las frías noches de noviembre caminando tras un lucero en espera del amanecer en dirección al Valle innombrable. En su carnet de identidad ponía Juan José Ortiz Torres, también lo pone en su lápida, pero será Rayito mientras viva en nuestra memoria, la de cuantos le conocimos.
Tenía yo una cita en el local de la calle de Hortaleza, para una entrevista con destino a un reportaje de la televisión finlandesa, no la había más próxima, y Rayo abrió la puerta del local para recibirles, era difícil servir con la presteza que él lo hacía. Los periodistas escandinavos se quedaron de piedra al verle enmarcado en el dintel y me explicaron su sorpresa al encontrarse los nórdicos de nuevo a Rayo: ayer mismo hicimos un reportaje sobre la lucha contra la droga en Orcasitas y este hombre estaba allí, en primera línea, atendiendo a los yonquis, multiplicándose en su ayuda. Y es que Rayo en todos sus proyectos no conocía más que el compromiso total, absoluto.
Rayo había nacido pobre, y mucho y bajito, un poco. había llegado con su familia desde Jaén y vivieron en una chabola en la frontera de la droga, Orcasitas, Villaverde. Las balas del narcotráfico se llevaron a su hermano y la adulteración a un sobrino. Cobraba una pensión canija por minusválido. Dinero escaso que compartía con otros más necesitados a su juicio. La pobreza es generosa. Rayo lo era mucho. Y orgulloso, no aceptaba limosnas ni ayudas. A su muerte, cuando entraron en su casa, encontraron un montón de ropa nueva que le habían ido dando sin estrenar. Él seguía siempre vestido de Rayito.

Las balas del narcotráfico se llevaron a su hermano y la adulteración a un sobrino. Cobraba una pensión canija por minusválido que compartía

Vivía en el distrito de Usera y no se preocupaba en exceso por bagatelas como su aspecto, él tan excesivo en todo, limpio eso sí, pero de remota elegancia. Tenía un trastorno diagnosticado de personalidad límite y así era, un acierto de los galenos, como podemos aseverar los que le conocimos. Llevaba el afán de servicio al límite, la generosidad al límite, la entrega al límite .
Sacaba dinero para la causa debajo de las piedras y de los bolsillos de cuantos caminamos sobre ellas.: Mira, jefe, este es el último ejemplar de la primera edición de «Diccionario para un macuto». Lo he reservado para ti. Son cien euros. Al entrar en el coche de Antonio Gómez volviendo de una universidad de verano, bajo la hospitalidad de Pepe Gárate, en Castilnovo presumí de libro con mi amigo y conductor, yo tengo carnet, pero es de adorno, lo gané en una tómbola. Antonio paró un momento y fue al maletero, volvió al instante con otro libro igual que el mío,” repes” como decíamos en Toledo a los mellizos. Imitando a Rayito me dijo Antonio: «Ultimo ejemplar de la primera edición, cien euros, lo he guardado para ti…» Reímos a carcajadas, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Ni un céntimo de ese dinero iba a quedarse en su bolsillo. Para él la causa de la nación como espacio de la solidaridad y el proyecto hombre lo eran todo. Y aún le sobraban fuerzas el día de Reyes Magos, el seis de enero, para recolectar juguetes y llevárselos a los niños rumanos, otra iniciativa de Rayo que no salía en los medios.
Tenía una mano especial para encontrar libros postergados en almacenes de Ciudad Real, Barcelona o de Fuenlabrada, no tenía límites, lo hemos dicho, allí le llevaba su olfato para volver a convertir en libros legibles haciéndoles circular de nuevo: unas obras completas, una edición de «Eugenio», o un «Testimonio de Hedilla», sacándolas de su sueño eterno en el olvido de un depósito ignoto.
Durante la pandemia, Rayo tenía que acudir a los servicios sociales para que le dosificaran y suministraran su medicación. El covid pudo con él y la confusión tuvo su cuerpo dando vueltas un mes jugando al escondite con sus compañeros hasta recibir sepultura en las Rozas. No iremos a llorarle, no está bajo tierra, es un clamor de justicia, la más rotunda, la de los locos enamorados de España y de sus españoles.
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