Cartel de la película Comanche Blanco.

Cartel de la película Comanche Blanco

Crónicas castizas

El rugido de Pepe Briz, un hombre excesivo

Briz abrió la boca y, sin decir nada, rugió con todas sus ganas; sí, rugió. Y con él los centenares de asistentes, que me parecieron miles, cuando desataban la tensión acumulada bramando. Un rugido terapéutico que atronando la sala liberó todo el estrés hacinado tras las intervenciones previas

Entre la variopinta fauna del vasto y destartalado local de la castiza calle del Pez 21, con un flequillo negro y lacio de inmigrante austríaco pululaba el director y realizador Pepe Briz, un hombre del mundo del cine, intenso y lleno de vida y de ideas que no dejó traslucir en su única película, Comanche Blanco. Una película donde los puñetazos en el salón no parecían efectos especiales baratos hechos con sartenazos contra la pared, lo eran; y repetidos primeros planos de la mirada del protagonista, de los pocos que hablaba inglés de todo el Western, maldita la falta que hacía, y que tenía los ojos acerados y los achinaba para las tomas. En la película aparecía quien luego sería el atragante capitán James T. Kirk en la serie Star Trek y Joseph Cotten. Y ahí finaliza la relación de Briz con la fama.
Pepe Briz, en su agitada vida, había pertenecido a la Joven Europa, un movimiento de Tercera Vía, ya saben, que cuajó entre los más leídos, y eran legión, del Frente de Juventudes. Era un hombre singular dotado de una voz profunda y bastante viajado por la Europa levantisca de entonces, recién derrotada por los gringos y ocupada por los bolcheviques.
Pepe sabía un puñado de cosas útiles y otras, muchas más, inútiles, lo que se llama cultura, vamos. En ningún caso le hacía falta encaramarse a su tarjeta de visita para parecer más alto ni más listo. Eso sí, no se privaba de despellejar a un amigo con su lengua acerada, ya fuera azul, rojo o medio pensionista, que de todo habitaba en su abultada agenda.
Su fama se acrecentó cuando tomó la palabra en un multitudinario mitin en el Cine Madrid, en la Plaza del Carmen, durante la Transición. Los oradores que le precedieron, que no eran pocos ni mancos, habían encendido al público, yesca para esas ideas, sensibilizándolo en extremo.
Cuando le tocó su turno Briz llegó al atril, se apartó el flequillo de la cara con su característico golpe de cabeza y un soplido, miró a la sala como si estuviera descubriendo el Pacífico, que iba a ser que no porque era más tempestuoso. Todos estaban expectantes, el silencio casi era doloroso, impaciente. Entonces, tras hacerse esperar un rato, Briz abrió la boca y sin decir nada, rugió con todas sus ganas; sí, rugió. Y con él, la masa de centenares de asistentes, que me parecieron miles cuando desataban la tensión acumulada bramando. Un rugido terapéutico que atronando la sala liberó todo el estrés hacinado tras las intervenciones previas de quienes le precedieron, más manipuladores y mucho menos tajantes.
Briz tenía una vena iconoclasta que le recorría el cuerpo entero y no es que hubiera mucho a lo alto, algo más a lo ancho, pero sin ofender la vista.
Le gustaba regañar con todo el mundo, pero tenía una perversa preferencia por los veteranos médicos católicos andaluces, que decían en serio que la Iglesia era un ente universal y Briz les chinchaba, no podía evitarlo, con toda intención corrigiéndoles: era una organización internacional o multinacional. Y no lo decía porque así lo pensara, no era un majadero pero, como Rosendo, estaba loco por incordiar.
Tan era así que cuando a Pepe, veterano de la XX Centuria, le hicieron director de la residencia universitaria José Miguel Guitarte, Palma de Plata y guripa, tuvo que presentar a un jerarca del Movimiento y lo hizo metiéndole en un buen lío: «Tenemos hoy entre nosotros a este destacado especialista que va a disertar sobre el pensamiento de Schopenhauer», dejándole hundido en la perplejidad y enredado en negativas y justificaciones embarazosas de las que tuvo Pepe que dar cuenta a su jefe Martín Villa, preboste del SEU, pero se hartó de reír.
Por avatares del destino, casi en el final del camino, Briz acabó dando clases de lo suyo, que parece ser que era el cine según dicen los entendidos, en alguna Facultad de Ciencias, es un decir, de la Comunicación. Y era bueno, de los profes que se mudan en maestros, esos que conducen a sus discípulos a pensar por su cuenta, aunque sea usando y abusando más aún si cabe de la provocación. También Briz puso punto final a su docencia fugándose con una de sus estudiantes extranjera, la más agraciada, ya puestos, a un país latino, todos los países latinos de verdad están en Europa, cosas del imperio romano, periplo financiado a costa de los sablazos a sus amigos abundantes y variopintos.
Dejó Briz un rodaje a medias y durante unos días se hizo humo, aunque haciendo caso a Baltasar Gracián: «lo bueno, si breve, dos veces bueno». La fuga más bien concluyó, mucho porque los dineros escaseaban y más porque la diabetes, la de Pepe, era galopante con sus consabidas limitaciones de mesa y de alcoba y la zagala, deslumbrada por el intelecto y los viajes de quien le doblaba cuanto menos la edad y algo más tampoco tenía vocación de cuidadora ni aunque fuera de intelectuales chispeantes.
A pesar de los pesares al final de sus días un decano en apariencia en sus antípodas vitales e ideológicas, al otro extremo del espectro político o no, le reclutó para dar un curso, creo que en un máster, y Briz lo hizo, vigilado de cerca, con la brillantez e intensidad acostumbradas, las mismas con las que murió cuando decidió irse con la parca, porque le dio la gana.

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