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28 de marzo de 2024

Cuando eran exploradores

Cuando eran exploradoresGustavo Morales

Crónicas Castizas

Cuando eran exploradores

La familia vino desde Toledo a Madrid, cuando su padre ingresó en la Dirección General de Tráfico. Se crio con sus hermanos, Elena y Eugenio. Dreas y cantazos en Comillas, un antiguo barrio de expresos, transformado en poblado gitano. Fue alumno libre hasta cuarto de Bachiller. Una vez al año, por un extraño misterio de los distritos estudiantiles, los de los pares de la calle Antonio Leyva se examinaban en el instituto Cervantes, en la glorieta de Embajadores. Los de los impares de la misma calle tenían que irse a Guadalajara, al Instituto Brianda de Mendoza, cuya palmera en el patio forma parte de los angustiados recuerdos de cuantos se jugaban el curso entero en un día de exámenes.
Hasta entonces, sus relaciones se dividían entre los niños vecinos del barrio y la familia. Tras la Primera Comunión engordó, lo que intensificó la afición por la lectura que transmitía su padre. Esto y un balonazo en mala parte ayudaron a su indiferencia hacia el fútbol. Optó por las chapas y la bicicleta de alquiler cuando hubo dinero en casa, gracias al pluriempleo paterno como profesor de Historia en un colegio de monjas y de Matemáticas en una academia.
Modesto Marín, quien era algo en el Ministerio de Educación y era amigo de alguien, consiguió que le considerasen de los números pares de Antonio Leyva o algo así y pudo matricularse de cuarto de Bachiller en el Instituto Cervantes. La severa preparación de alumno libre le facilitó la parte educativa del instituto y pudo dedicarle más tiempo a la social. Es decir, a enterarse que había un mundo más allá del río.
Sin conocer a nadie se apuntó al grupo scout que cobijaba la parroquia de San Miguel Arcángel. En él despertó a la adolescencia, es decir, al sexo y la muerte como tema recurrente de conversación. Y adelgazó hasta la normalidad. Los campamentos le facilitaron una capacidad de adaptación al medio, social y natural, además de aprender a orientarse en el campo y en la vida. Aprendió que todos los problemas están sin resolver antes de enfrentarlos.
Entró en la Patrulla Linces, una especie de legión extranjera del grupo. En ella estaba Eusebio, a quien luego becaría el Ministerio de Justicia en Carabanchel por un atraco; Zapata, que hacía honor a su nombre y dos hijas a Fifi; Javier el pastillas, no digo nada más, y José Carlos, un testigo de Jehová que le llevaba a debatir con su madre sobre la promesa scout. Los decentes estaban en Mapaches, uniformes impolutos: Alfredo, el anarquista del barrio, y Juan Antonio, su amigo más añejo junto con Emilio. También conoció a Porras, el hombre más manitas al otro lado del Manzanares y a una gran persona al que llamaban Morgan.

Su talento para el teatro no le permitió hacer más que de león de la Metro en los telones y acomodador en el seminario donde se representó «Esperando a Godot»

También estaba Nieves, una chica encantadora de la que estaba enamorado, como el adolescente que era, Agustín, amigo y compañero en la melancolía de Simon y Garfunkel, en las tardes de domingo, antes del paseo a Plaza de España con la intención expresa de ligar. La más sonada fue cuando les ligaron a ellos en plena calle para una fiesta en una parroquia cercana con un adorable déficit de varones, un baile y una escoba.
En el entorno de la parroquia y en conjunción con la agrupación scout y otra gente del barrio se formó un grupo de teatro en torno a un cura joven y barbudo aficionado a la fotografía. Su talento para el teatro no le permitió hacer más que de león de la Metro en los telones y acomodador en el seminario donde se representó Esperando a Godot. Un peñazo.
Tiempo después, una noche en una playa de Gijón, se liaron los del grupo a sacar los mástiles de las banderas y a llevárselas. En esas andaban cuando apareció la Guardia Civil. Se desperdigaron a la carrera, Pilar se quedaba atrás, no podía más. Los guardias daban el alto a voces, la sirena, el haz de luz, corriendo y saltando vallas entre ladridos de perros. No la soltó la mano, no la dejó rendirse. Escondidos tras las altas hierbas y la noche, cruzaron la carretera y llegaron a las tiendas de campaña. Pilar repetía «me he cagado», la calmó, ya pasó todo. Le contó que estaba preocupada porque le habían dado un beso en la boca y temía estar embarazada. La tranquilizó al respecto, casi sin reírse. Cuando fueron llegando los compañeros comentaron excitados las diferentes huidas. Morgan aprecia el olor. Pilar se ha cagado de verdad y Morgan, inmisericorde, la hace meterse de noche en el mar Cantábrico para lavarse. La cosa se enfrió.
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