Portofino, en Italia, destino de lujo para la jet set internacional.

Portofino, en Italia, destino de lujo para la jet set internacional.GettyImages/Tatiana Brzozowska

El día que conocí a Giorgio Armani en Portofino

El fallecido modista italiano tenía una villa en esta joya de Liguria y solía atracar su yate «Maìn» en el puerto, escenario de veranos míticos y encuentros inesperados con otros pesos pesados de la moda

El periodismo a veces nos regala situaciones impagables, de esas que justifican por qué seguimos escribiendo a deshora, perdiendo maletas en aeropuertos y olvidando cargadores de móviles en habitaciones de hoteles de aquí y de allá. En la primavera de 2014 viajé a Portofino para un encuentro inolvidable: tres días en los que apenas una decena de periodistas de todo el mundo pudimos vivir desde dentro cómo trabajaba el gran fotógrafo de moda Peter Lindbergh.

La cita estaba relacionada con el lanzamiento de un reloj de una conocida firma, un modelo que lleva precisamente el nombre de esta localidad italiana. Durante aquellas jornadas fuimos testigos privilegiados de su proceso creativo, siempre bajo un férreo contrato de confidencialidad que nos impedía tomar fotografías, y solo meses después, cuando la campaña se presentó oficialmente, pudimos comentar lo sucedido.

El hotel Splendido

Hotel Splendido (arriba a la derecha) en Portofino.

Hotel Splendido (arriba a la derecha) en Portofino.Getty Images

Nos alojábamos todos en el hotel Splendido, una de las grandes joyas del Mediterráneo, refugio de estrellas desde hace décadas. Situado en una colina, a ochenta metros sobre el mar, se abre como uno de los balcones más exclusivos al Mediterráneo. Allí Richard Burton pidió matrimonio a Elizabeth Taylor, que pasó en sus jardines cuatro de sus siete lunas de miel. Por una de las direcciones más emblemáticas del lujoso grupo hotelero Belmond han pasado reyes, estrellas de Hollywood y músicos, desde Walt Disney hasta Madonna. El antiguo convento benedictino conserva ese halo romántico y cinematográfico que lo convierte en una joya del Mediterráneo.

El el hotel Splendido Richard Burton pidió matrimonio a Elizabeth Taylor, que pasó en sus jardines cuatro de sus siete lunas de miel

En aquel escenario de ensueño, los figurantes parecían estar a la altura de los encantos de Portofino y del incomparable Splendido. Todo tenía algo de película: la luz impecable, la temperatura exacta, el rumor del mar como banda sonora y un elenco que reunía a lo más brillante del cine y de la moda. Cate Blanchett, Emily Blunt, Ewan McGregor, Christoph Waltz y Zhou Xun se mezclaban con dos supermodelos de los 90 que todavía parecían reinas absolutas, Adriana Lima y Karolina Kurkova.

Todos ellos pasaron en esos días por delante de la cámara de Lindbergh en distintas localizaciones. Cada jornada tenía la sensación de un rodaje secreto, suspendido en un tiempo paralelo. Y nosotros, los periodistas, asistíamos en silencio, mudos figurantes de lujo, anotando en libretas donde se mezclaban impresiones, conversaciones a medias y la sensación constante de estar viviendo algo irreal.

Tras dos intensos días de sesiones comenzaron las entrevistas individuales. A mí me citaron con Lindbergh a la hora del aperitivo en la terraza del Splendido, ese balcón incomparable sobre la bahía. Como periodista de viajes, me parecía un guiño perfecto: entrevistar a Lindbergh en uno de los hoteles más míticos del Mediterráneo. Ya me había imaginado la escena como un capítulo redondo de ese libro (aún por escribir) sobre mis aventuras en hoteles legendarios.

La Piazetta

La "piazzetta" de Portofino con sus coloridos edificios.

La Piazzetta de Portofino con sus coloridos edificios.Getty Images/Orietta Gaspari

En el último momento alguien del equipo me comunicó el cambio: el fotógrafo prefería quedarse en la Piazzetta, tras una mañana de rodaje en el mar. Una ilusión rota, un escenario perdido. Bajé por el sendero que une el hotel con el puerto, un sendero a la altura de toda fantasía, con la frustración contenida de quien siente que le acaban de estropear la mejor anécdota.

Lindbergh me esperaba en una terracita de la Piazzetta, tomando una cerveza. «Prefiero estar aquí, es más popular, me encanta Italia», me dijo sonriendo. Era un hombre campechano, cercano, incluso me habló en un español que chapurreaba sorprendentemente fluido, recordando que había vivido un tiempo en nuestro país de joven. La Piazzetta, símbolo de la vida portofinesa, estaba tranquila aquella primavera, todavía sin turistas, casi como un decorado a punto de despertar.

La Piazzetta de Portofino es mucho más que una plaza diminuta. Es el corazón de uno de los enclaves más exclusivos de Italia, un escenario que condensa la dolce vita ligur. Rodeada de casas de colores pastel, con sus terrazas de cafés y trattorias, es al mismo tiempo íntima y mundialmente famosa. A su alrededor, en las colinas cubiertas de pinos, se esconden villas de algunos de los grandes apellidos italianos (los Agnelli, los Tronchetti Provera, el propio Armani), mientras en el puerto se alinean los superyates de verano. Pero la Piazzetta conserva ese encanto cotidiano y profundamente italiano: la mesa con un spritz, el rumor de las barcas de pescadores, el paseo sin prisas. Es el refugio donde la vida sencilla convive con el lujo más deslumbrante.

Dos genios de la moda

Giorgio Armani en su yate "Maìn".

Giorgio Armani en su yate «Maìn».boatinternational.com

Habían transcurrido apenas diez minutos de nuestra conversación cuando, de repente, en la Piazzetta apareció Giorgio Armani, pasó junto a nuestra mesa. Como un moderno emperador. Con su séquito, vestido con bermudas y camiseta azul marino, el pelo blanco, las zapatillas igualmente blancas, la piel bronceada. Le dirigió su sonrisa a Peter Lindbergh, al que reconoció de inmediato. «¡Peter»! «¡Giorgio!» Se saludaron efusivamente.

Giorgio Armani apareció como un moderno emperador, con el pelo blanco, las zapatillas igualmente blancas, la piel bronceada...

Pasados los abrazos, Lindbergh le lanzó un reproche en tono ligero, casi juguetón. Aquella mañana, al despertar en su yate (atracado desde hacía días en el puerto), había descubierto que el imponente Maìn, llegado de Cannes durante la noche, se había colocado justo delante del suyo. El Maìn le tapaba la vista. El diseñador sonrió con ironía, consciente de la paradoja deliciosa: precisamente a un fotógrafo lo último que podía hacérsele era obstaculizarle la mirada.

El yate "Maìn" de Giorgio Armani.

El yate «Maìn» de Giorgio Armani.boatinternational.com

La manera de resolver aquel pequeño desencuentro fue la invitación de Armani: tomar el aperitivo a bordo del Maìn. Lindbergh me incluyó sin dudar, explicándole cuál era mi cometido, y así terminé formando parte del grupo. En aquella espléndida cubierta fui testigo de una escena inolvidable: Armani hablaba con pasión de Portofino, de su historia, de su luz, de cuánto conocía y quería aquel lugar. Lindbergh escuchaba con atención. Dos grandes de la moda del siglo XX, cada uno a su manera, compartiendo confidencias bajo el sol de primavera y yo incrédula testigo de aquello aquella mañana que me lamenté de abandonar el Splendido.

Al día siguiente, desde la terraza de este hotel incomparable, vi partir el Maìn. A bordo iban Armani, Cate Blanchett, entonces una de sus musas, y algunos de los protagonistas del shooting. El barco se dirigía hacia Cannes, hacia el festival y todo ese circo de fiestas que le acompaña. Yo me quedé en tierra con algo más valioso: la certeza de que el periodismo, cuando menos se espera, te obsequia con esas pequeñas joyas que nunca suceden en los photocalls ni en las alfombras rojas, y que hacen que esta profesión merezca la pena.

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