Napoleón II
Dinastías y poder
El Aguilucho: la historia del único hijo legítimo de Napoleón que nunca llegó a gobernar
Le dieron el título de «Rey de Roma» e incluso se le reconoció como Napoleón II, pero el joven murió con apenas veinte años sin saborear los frutos de la gloria
Napoleón tuvo un único hijo legítimo. En ese niño se depositaron todas las esperanzas del Imperio. Por sus venas corría la sangre de los Bonaparte y los Habsburgo, pero la derrota de Waterloo y el final de una era terminó con los anhelos de grandeza de esa dinastía de nueva estirpe. Le dieron el título de «Rey de Roma» e incluso se le reconoció como Napoleón II. Pero el joven murió con apenas veinte años sin saborear los frutos de la gloria. El genial Victor Hugo le apodó como «el Aguilucho».
En 1810 Napoleón contraía matrimonio con María Luisa de Austria, hija del emperador Francisco I. Su primer matrimonio con Josefina había terminado en divorcio un año antes pues no había sido posible una descendencia biológica capaz de perpetuar el Imperio. Ella había aportado dos hijos a la pareja, Eugenio y Hortensia, que terminaron entroncando con el alto linaje europeo y sus vástagos en los tronos de Brasil, Suecia y de nuevo Francia.
El propio Napoleón III, era hijo de Hortensia y del menor de los hermanos de Napoleón, Luis, al que había convertido en rey de Holanda. Pero en los días del auge bonapartista, ni Eugenio ni Hortensia, podrían mantener la idea de perpetuidad dinástica para la que se proclamó el Imperio en 1804. Aquello había tenido como colofón la extraordinaria coronación en Notre Dame ante los ojos del mismísimo Papa Pio VII, que tan magistralmente supo recrear el pintor David.
Por todo ello, la diplomacia francesa se puso a trabajar en busca de una nueva esposa para Napoleón que engendrase el hijo que el Imperio necesitaba. Parte de esas negociaciones están descritas en las biografías de Emil Ludwig, Max Gallo o Andrew Roberts, quizás las más conocidas sobre el corso. Las tres apuntan al papel destacado que tuvo Metternich, embajador austriaco en Francia y futuro muñidor del Congreso de Viena que terminará reordenando el mapa europeo. Las hostilidades entre franceses y austriacos no terminaban de suavizarse y se buscó la vía del casamiento para tratar de rebajar tensiones.
La emperatriz María Luisa y el rey de Roma
Cuando en 1809 se produjo la derrota en la batalla de Wagram frente a los franceses, Austria decidió optar por una solución diplomática. La elegida fue la archiduquesa María Luisa, hija de Francisco I y sobrina-nieta de la denostada María Antonieta, aquella a la que los revolucionarios habían apodado como «la loba austriaca». Ella tenía dieciocho años y los retratos nos la presentan poco agraciada. La unión supondría además el reconocimiento para una dinastía sin abolengo como era la Bonaparte.
El 11 de marzo de 1810 Napoleón y María Luisa se casaban por poderes. Viena y París acogieron todo tipo de bailes y festejos. Al menos, durante unos meses, quedaba garantizada la paz entre ambos imperios.
Justo un año después de la boda, el 20 de marzo de 1811, nacía en París el hijo deseado: un heredero legítimo. Era la encarnación de la idea de continuidad de todo lo que el antiguo general, amo del mundo, representaba para Francia. La Constitución le otorgaba el título de Príncipe Imperial. Sin embargo, iba a ser la maquinaria bélica la que hizo que se desplomase tan prometedor destino: la guerra de España y la campaña de Rusia llevaron a Napoleón al ocaso de su poder.
Austria volvía a erigirse como enemiga y María Luisa, aunque había sido una solícita esposa, no dudó en alinearse con los de su sangre. Con el exilio de Napoleón en Elba, María Luisa y su hijo se marcharon a Viena. Nunca volvieron a verse. Tampoco cuando el espejismo de los Cien Días hizo soñar a algunos con el retorno de los días de gloria.
Por los acuerdos de Fontainebleau a María Luisa se le concedieron los ducados italianos de Parma, Piacenza y Guastalla. El joven Napoleón, José Carlos Francisco, quedó bajo la tutela de su abuelo que le confirió el título de duque de Reichstadt, con importantes rentas. Tuvo como preceptor al príncipe Moritz von Dietrichstein, que había combatido en la batalla de Ulm y que llegará a ser director del Teatro de la Corte y de la Biblioteca Imperial. Pero el niño empezaba a dar muestras de salud débil. Moría en 1832 en Viena en el Palacio de Schönbrunn.
La tuberculosis terminó con la vida de aquel que en su nacimiento había sido proclamado «Rey de Roma». En su epitafio podía leerse: «Estuvo dotado de todas las facultades del entendimiento y de todas las ventajas del cuerpo: su estatura era alta, su rostro adornado con los atractivos de la juventud, sus discursos llenos de afabilidad, había mostrado una aptitud admirable en el estudio y en los ejercicios del arte militar. Acometido por una enfermedad de pecho, fue arrebatado por la muerte mas deplorable, en Schönbrunn, cerca de Viena» (Cartas Españolas, noviembre 1832).
Napoleón Bonaparte tuvo otros dos hijos naturales, el conde Leon, fruto de su relación con Eleonora Denuelle, que se dedicó a la vida militar, y Alejandro Walewski, con la condesa polaca que tanto reivindicó el Ducado de Varsovia. Por su parte, Maria Luisa de Austria, tras la muerte del Emperador de los franceses, contrajo otros dos matrimonios.