'Los conspiradores a la mesa': Fernando VII, Álvaro de Luna, Tigelino, Fouché, La Voisin
Cinco personajes históricos que explican la política de hoy
Las crisis políticas no se repiten, pero riman.
De Fernando VII a La Voisin, cinco figuras históricas revelan que las traiciones, la codicia y el cinismo no son novedad: son el manual no escrito del poder cuando se divorcia de la moral
Dicen los clásicos que la historia no es maestra de vida porque nos diga qué va a pasar mañana, sino porque nos enseña qué está pasando hoy. El ser humano, en su caída postlapsaria, es monótono en el pecado. Cambian las togas por trajes de corte italiano, cambian los carruajes por coches oficiales tintados y cambian los papiros por mensajes encriptados de chistorras y lechugas, pero las pasiones bajas que mueven los hilos del poder —la codicia, la traición, la lujuria de mando y la ingratitud— permanecen inalterables.
En estos días de fango político y noticias de tribunales, donde el aire de Madrid se ha vuelto irrespirable por el hedor de las mascarillas y las lealtades rotas, conviene apagar el televisor y abrir los libros de historia. Porque lo que estamos viviendo, esa sensación de fin de ciclo, de «sálvese quien pueda» y de navajazos en la espalda entre antiguos camaradas, ya se ha visto antes.
El escenario actual, poblado por reyes que sobreviven a costa de sus hijos, validos que caen en desgracia, porteros que ascienden a la púrpura y damas que mercadean en tiempos de peste, es una reposición de viejas tragedias.
Es por ello por lo que es conveniente desempolvar cinco retratos de la galería de los horrores del pasado. Cualquier parecido con la realidad que nos asedia no es coincidencia; es la triste confirmación de que la naturaleza humana, sin la gracia de Dios y la rectitud moral, tiende irremediablemente al abismo.
La sombra de Fernando VII
Retrato de Fernando VII de Francisco de Goya
Empecemos por la cabeza, pues el pescado, como saben, siempre se pudre por ahí. La historia de España guarda un lugar de «honor» para Fernando VII. Si algo definía a este monarca no era su ideología, pues carecía de ella, sino su instinto de supervivencia biológica y política. Fernando VII era un hombre capaz de jurar la Constitución una mañana («Marchemos francamente, y yo el primero...») y ordenar la persecución de los constitucionales por la tarde.
Lo fascinante de su perfil psicológico era su relación con la lealtad. Para Fernando, las personas eran pañuelos de un solo uso. Sacrificó a sus ministros más fieles, entregó a sus aliados a la ira popular y conspiró contra su propia sangre si eso le garantizaba un día más en el trono. Era el maestro de la «resistencia» a cualquier precio. Su habilidad para lavarse las manos ante los escándalos de su corte, fingiendo que la corrupción ocurría a sus espaldas mientras él se beneficiaba del poder que esta generaba, es el arquetipo del gobernante amoral. Un líder que duerme intranquilo por no cambiar el colchón de su alcoba.
El destino de Álvaro de Luna
A la sombra de todo poder absoluto siempre crece un hombre fuerte, un «hacedor». En la Castilla del siglo XV, ese hombre fue don Álvaro de Luna. Condestable, mano derecha y escudo humano del rey Juan II. Álvaro lo era todo. Controlaba el aparato del Estado, repartía mercedes, castigaba disidentes y recorría los caminos del reino asegurando la voluntad del monarca. Parecía intocable. Su poder era tan inmenso que se decía que el rey no respiraba sin su permiso.
Pero la historia de los validos tiene siempre el mismo final trágico. Cuando el escándalo y la presión de los nobles (o de la opinión pública, diríamos hoy) se volvieron insoportables, Juan II hizo lo que hacen los príncipes débiles y crueles: sacrificar al peón para salvar al rey. La caída de don Álvaro fue vertiginosa. De ser el hombre que todo lo sabía y todo lo mandaba, pasó a ser un apestado. Fue ejecutado en Valladolid, abandonado por aquel a quien había servido con una fidelidad perruna.
La lección de Álvaro de Luna resuena hoy en los pasillos de cualquier ministerio (incluso en el de Fomento o Transportes): quien construye su casa sobre el favor de un amo caprichoso, muere a la intemperie cuando cambia el viento.
La vulgaridad de Tigelino
Los pretorianos del Louvre
Hay momentos en la decadencia de los imperios en los que la meritocracia se invierte y la chusma asciende. En la Roma de Nerón apareció un personaje que ofendía la vista y el olfato de los patricios: Ofonio Tigelino. No era un estadista, ni un general, ni un filósofo. Era un hombre de origen bajo, tosco, vinculado a la cría de caballos y a los bajos fondos. ¿Cómo llegó a ser prefecto del pretorio, el cargo más alto del Imperio? Porque hacía el trabajo sucio, igual que un portero de discoteca.
Tigelino era el hombre de los recados oscuros, el que organizaba las fiestas más sórdidas del emperador, el que «guardaba la puerta» y custodiaba los secretos inconfesables. Su ascenso fue el síntoma de que Roma estaba enferma.
Cuando un tipo con modales de matón y currículum de hampa se sienta en el consejo de Estado y maneja los presupuestos, es que la civilización ha colapsado. Tigelino se enriqueció obscenamente mientras la ciudad ardía, demostrando que, para cierto tipo de perfiles, el desastre público es una oportunidad privada.
Las tinieblas de Joseph Fouché
Pero el poder no solo necesita fuerza bruta; necesita estrategas. Y nadie encarnó mejor ese papel que Joseph Fouché en la Francia revolucionaria y napoleónica. Fouché no buscaba los focos; los huía. Era el hombre del aparato, el analista perfecto, el que controlaba los ficheros de la policía. Un secretario de organización y negociador en la sombra en toda regla.
Fouché sobrevivió a Robespierre, al Directorio, al Consulado, al Imperio y a la Monarquía. ¿Cómo? Siendo el dueño de la información y careciendo de escrúpulos. Era el negociador en la sombra, el que se sentaba con terroristas y con realistas, el que tejía las redes que sostenían el sistema mientras él permanecía invisible.
Joseph Fouché
Traicionó a todos sus amos, porque su única lealtad era hacia la maquinaria del poder. Hombres como Fouché son los que, cuando cae el líder y cuando cae el valido, siguen ahí, en la penumbra de un despacho, asegurándose de que la organización —el partido— sobreviva para seguir cobrando. Son los indispensables del mal.
La codicia de La Voisin
Impresión de un retrato de Catherine Monvoisin sostenido por un diablo alado (siglo XVII)
Finalmente, en los márgenes de estas cortes corruptas, siempre florecen los oportunistas que hacen su agosto en el invierno de los demás. En la Francia de Luis XIV, estalló el «asunto de los venenos». En el centro de la trama estaba Catherine Deshayes, conocida como La Voisin. Esta mujer tejió una red de influencias que conectaba la alta aristocracia con los bajos fondos, algo así como una «fontanera».
¿Su negocio? Vender soluciones rápidas a gente desesperada o ambiciosa.
En una época de crisis moral, ella se lucró vendiendo polvos, pócimas y rituales sacrílegos. Lo relevante aquí es la catadura moral: enriquecerse aprovechando la angustia, la enfermedad o la muerte de los demás. La Voisin amasó una fortuna actuando como intermediaria, facilitando «contactos» y «remedios» falsos a una corte que había perdido el norte. Su figura nos recuerda a esos comisionistas que, cuando la peste asola la ciudad, no ven ataúdes, sino oportunidades de negocio y contratos a dedo.
El juicio inapelable
Fernando VII, Álvaro de Luna, Tigelino, Fouché, La Voisin. Cinco nombres, cinco siglos, cinco historias. Y, sin embargo, al leer sus biografías hoy, uno tiene la escalofriante sensación de estar leyendo la prensa de esta mañana.
Los nombres cambian, las siglas de los partidos varían, pero la coreografía de la infamia es siempre la misma. El rey que sacrifica al peón, el valido que se creía intocable y acaba solo, el matón que se pone corbata, el burócrata que maneja los hilos en la oscuridad y la oportunista que hace caja con la desgracia ajena.
Están todos ahí, en el retablo de la historia, mirándonos con una sonrisa cínica.
La política, cuando se desvincula de la moral y se convierte en un fin en sí misma, degenera inevitablemente en estas tipologías monstruosas.
No estamos ante casos aislados o «manzanas podridas»; estamos ante la eterna repetición de la caída humana. Y la historia, que es juez implacable, ya ha dictado sentencia sobre aquellos cinco.
Tengan por seguro que, tarde o temprano, dictará la misma sobre sus pálidos reflejos actuales.