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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El placer de perderlos de vista

Es una delicia tener al Gobierno de vacaciones, sin su cuchara metida a todas horas en nuestras vidas y pensamientos

Guildford es una coqueta ciudad del verde Surrey, de 77.000 habitantes y situada a unos 43 kilómetros del centro de Londres. Entre otras curiosidades, se cree que paseando por la vera de su río se le ocurrió a Lewis Carroll la idea de Alicia en el País de las Maravillas (libro que, no sé por qué, siempre me ha resultado insufrible, al igual que las películas basadas en él).
En la primavera de 2015 visité Guildford, invitado por dos amigos que allí viven, ambos de edad provecta, unos veteranazos que se desempeñaron en el pub local con admirable apetito y sed (apaciguada a golpe de pintas). Con gran amabilidad me enseñaron las atracciones locales, entre ellas Clandon Park, un jardín cuya mansión dieciochesca acaba de sufrir un incendio que la había destrozado. El palacete estaba catalogado con un valor de preservación de Grado 1. Al ver aquellas paredes ennegrecidas de hollín, y para animar a mis amigos y mostrarme empático, les dije: «Bueno, enseguida lo restaurará el ayuntamiento...». Pero Barbara y Lawson, que así se llamaban, me miraron perplejos, como si fuese un alienígena. Al segundo me aclararon que las administraciones no se ocupaban allí de ese tipo de problemas, pues corrían por cuenta de la sociedad civil.
En efecto, el edificio era propiedad del National Trust, sociedad fundada en 1895 y que se dedica a preservar grandes propiedades de familias venidas a menos que ya no pueden mantenerlas, o edificios que presentan un especial valor cultural. La organización se mantiene sobre todo con las cuotas de sus 5,9 millones de socios y cuenta con 53.000 voluntarios. Es decir: los particulares se han organizado para salvaguardar el patrimonio (aunque a veces de modo imperfecto: en el caso de la mansión de Guilford al final no hicieron nada de nada, le echaron bastante jeta pretextando que las ruinas abrasadas presentan un gran valor «didáctico» y allí quedó el esqueleto arquitectónico abrasado).
Viene todo esto a cuento de que en España vivimos obsesionados con el Estado. País muy poco liberal, nos encanta que los gobiernos nos pastoreen y aspiramos que nos arreglen todos nuestros problemas. Esa tendencia se ha extremado ahora que sufrimos al Ejecutivo más intrusivo de nuestra historia, que todo lo regula, desde el sexo biológico a las relaciones personales, desde cómo comemos a cómo debemos hablar para ser políticamente correctos. Un Ejecutivo de vocación orwelliana. Una pesadilla que emite su propaganda a todas horas, en un cansino ejercicio de ingeniería social que busca el imperio perpetuo de esa egotista ideología que se define erróneamente como «progresista».
Se han ido de vacaciones. Qué paz. Llevamos tres días sin ver ni escuchar los mensajes perdonavidas de Mi Persona; sin soportar a la portavoz rubia que nos riñe desde Ferraz; ni a la sonrisa del régimen, la ministra Rodríguez; ni a la tribu arcoíris del Loqui Ministerio de Igualdad; ni la chulería despeinada con laca de Bolaños. Hasta la pasarela Yolanda ha cerrado por unos días tras su atracón de noñicomunismo en Magariños. Y lo cierto es que se respira mejor. Necesitamos más libertad y menos Estado pegajoso. Más alas para los particulares que se atreven a soñar con hacer algo y menos énfasis en «lo público». Necesitamos una mentalidad menos pesebrista y más ganadora. Sin embargo, mucho me temo que la obsesión estatista la comparten ya en España todos los partidos, de izquierda a derecha. Nada gusta más a nuestros políticos que ponerse a salvarnos de nosotros mismos, cuando el peligro suelen ser precisamente ellos.