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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Begoña está triste

Sánchez y su esposa no pueden ocultarse ni disgustarse: tienen que dar pruebas de que no se han lucrado, de ninguna manera, gracias al Gobierno.

Begoña Gómez está triste porque es honrada, según dice Félix Bolaños, heraldo de la verdad de Sánchez, que se ha ido mientras a Palestina a reconocerle como Estado, algo de lo que ya no disfruta del todo España.
El sanchismo aspira así a que su palabra revelada sea suficiente para despejar cualquier duda que los hechos, las pruebas y los documentos evidencien, todo ello de menor jerarquía que una simple admonición de uno de los sacerdotes de la «Iglesia pedrista» sobre los valores de su Pontífice y su consorte.
Sin embargo, la realidad es tozuda, y no hace falta siquiera constatar extraños cobros y enriquecimientos extravagantes para llegar a un conclusión demoledora para JFK y Jackie, que así se sienten ellos y así les trata su feligresía remunerada.
Y es que la mujer de un presidente no puede tener negocios privados, sin más, tengan el recorrido que tengan y generen los beneficios que sea, escasos o abundantes, si éstos cumplen tres requisitos presentes en su caso: prosperaron a partir de que su esposo llegara al poder; se gestionan desde un espacio público; necesitan de la concurrencia de empresas privadas y administraciones públicas y en buena medida dependen de las decisiones adoptadas por el marido.
No hace falta especular sobre cuáles pudieron ser las eventuales ganancias de Gómez por asesorar, recomendar, relacionar o escuchar a nadie; aunque si nada hay que temer estaría muy bien que hiciera público el listado de sus pagadores y el estado de su renta y de su patrimonio, en España o fuera de ella.
Basta con insistir en lo que sí se sabe para llevarse las manos a la cabeza: Begoña logró una seudocátedra en una Universidad pública que le dio cobertura para interactuar en espacios públicos y privados en los que un tercero, su pareja, tomaba decisiones económicas, administrativas y legales beneficiosas para sus clientes, socios o amigos.
No hay más preguntas, señoría.
Que en el parque temático del sanchismo aparezcan relacionados todos los nombres propios de las distintas tramas contribuye a aumentar las sospechas: Koldo, Ábalos, Plus Ultra, Globalia, Rubiales, Illa, Armengol, Aldama y la propia Begoña son hitos de un camino similar que conduce siempre a Sánchez, lo que más allá de posibles consecuencias legales tiene ya una demoledora lectura política.
El tipo que llegó a La Moncloa haciendo cantos en favor de la transparencia y de la inaplazable necesidad de recuperar la higiene en la vida pública, todo ello para compensar su condición de derrotado electoral endémico, tiene ahora a su vera la colección de golfos, listos, sinvergüenzas, frívolos, negligentes o caraduras más infame y ostentosa de la historia reciente.
Uno montaba empresas, otro vendía mascarillas defectuosas, uno más las compraba y los últimos, a menudo concertados con los anteriores, colocaban todo en el lugar idóneo para que prosperara: un Consejo de Ministros, la tesorería de un Ministerio o la caja de una Comunidad Autónoma.
Nadie, en política, tiene derecho a hacerse el ofendido cuando las sombras de la corrupción planean sobre su gestión, pero mucho menos quien construyó su poder elevando el listón de la probidad a una altura que al parecer solo él alcanzaba y ha aplicado condenas preventivas a todos sus rivales, con una arrogancia que ahora desecha la indulgencia.
A Sánchez, en fin, hay que exigirle que vuelva pronto de Oriente y se enfrente al ecosistema que él mismo ha generado, para responder a preguntas bien sencillas: ¿Cuánto se ha beneficiado exactamente su familia de las «gestiones» de Begoña y en cuántos de esos casos los pagos venían de empresas, convenios, congresos, acuerdos y mediaciones con cualquier persona, institución u organismo dependiente de su Gobierno?