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Pedro Sánchez tiene mala cara, tras mirarse demasiado al estanque como Narciso y descubrir, con el tiempo, que no era tan mono. El aspecto del presidente podría no ser un debate nacional, pero en eso ha conseguido parecerse a Obama: todo el mundo se dio cuenta del declive del americano y todo el mundo habla de los aparatosos estragos en el rostro de su sucedáneo de marca blanca, que le copia a él y a Trudeau de mala manera para disimular su mayor parecido con Maduro, por ejemplo.

Los especialistas médicos y estéticos coinciden en que Sánchez lleva años haciéndose cosas, sin unanimidad absoluta al respecto del tratamiento pero con varias coincidencias: se habla de bótox, de ácido hialurónico, de toxinas, de hilos y de un montón de técnicas entre las que no se descarta el lifting, que es algo así como meter tripa para disimular los michelines pero en caro.

Desconozco qué se ha hecho de todo ello y quién se lo ha perpetrado, que parece tan bueno en lo suyo como Yolanda Díaz en lo propio, pero son visibles las consecuencias: se le está poniendo aspecto de hermana de Sánchez, que es lo que nos pasa a todos cuando nos hacemos mayores y de repente Paul McCartney parece su primogénita, si la tiene, pero con varios años de adelanto.

Puede parecer una discusión ociosa, pero no lo es: para el propio Sánchez las pintas son asunto de Estado, y ahí tienen el gasto en peluquería y maquillaje para él mismo que cuela en los Presupuestos Generales del Estado. Y no son precisamente bajos. Así que él mismo ha hecho del aspecto un asunto público, lo que descarta confinarlo en la estantería de las intimidades.

Pero hay algo más. Porque su deterioro, que parece una metáfora de cómo el karma devuelve el mal generado, revela un asunto no menor: en estos años de crisis existencial de España, de pandemias y guerras, de muros y empobrecimiento galopante, de confinamientos e inflación; Sánchez le ha dedicado largas horas a tratarse el careto, a perfilar los pómulos, a hacerse las cejas con tiralíneas o a esquivar la amenaza de la papada, ese indicio de que le hemos dado la vuelta al jamón de la vida y nos adentramos en terreno pantanoso.

Es decir, entre negocios con Puigdemont y visitas al centro estético se le han ido los siete años de sanchismo a Sánchez, con el resto del tiempo centrado en ayudar a la mujer o al hermano y proteger a Cerdán, Ábalos y compañía.

El contraste entre la ambición del líder socialista, una codicia inútil que hace del poder un fin en sí mismo y no un medio transformador; y las energías dedicadas a cuidar su jeta, resulta abrumador: un tío de su quinta, que es la mía, no tiene ganas ni tiempo para esas zarandajas y suele mirarse al espejo solo para afeitarse, sin indagar demasiado en canas, verrugas y arrugas, que son medallas al mérito o heridas de guerra tolerables.

Pero él no. Él ha priorizado cuidarse y en su botiquín no hay fármacos para el alma, pero no faltan potingues para el rostro, recetados por las mismas personas que atendieron su deseo de parecerse a Brad Pitt pero les ha salido la mueca del Jóker. Quizá porque hay materias primeras que, por mucho que se toquen, no se pueden cambiar: al final siempre se nos queda la pinta que nos merecemos.