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La semana anterior fue la palabra «genocidio», la siguiente «aborto» y todas las demás, por delante y por detrás, «ultraderecha», con sus complementos correspondientes alojados en la estantería del «odio». La maquinaria de propaganda de Sánchez, y de la izquierda orgánica en general, con sus sindicatos y sus afines mediáticos, es así de eficaz y de lechuguina.

Alguien del Departamento de Ideas Geniales de Moncloa o de Ferraz, si no está ocupado el despacho noble entregando sobres a Ábalos, a Koldo o a alguna novia, se estruja la meninge para encontrar un nuevo campo de batalla que siempre acaba siendo el mismo y, cuando vienen curvas y la UCO pone orden, lanza un melón y embarra el campo a ver si así ganan unos minutos.

«Lo tengo, presidente: di que hay un genocidio en Gaza y que vas a mandar un buque de guerra». Imagino esas reuniones previas de todos los asesores con el Bolaños de turno, dándole al magín con la agenda de teléfonos de TVE cerca, hasta seleccionar un objetivo, ponerle unos hitos y enviar al más rápido de los correveidiles a llamar a la puerta de Sánchez con la buena nueva para recibir el visto bueno.

Hoy el racismo, mañana la emergencia climática, pasado el holocausto, ayer la homofobia y siempre el fascismo, hasta recrear el parque temático del sanchismo, ese lugar imaginario lleno de amenazas: somos unos afortunados por volver cada noche sanos y salvos a casa, tras una larga jornada en la que solo la divina providencia ha evitado que perdamos la vida en esa selva de peligros que nos acecha en cada esquina.

Menos mal que están Sánchez para tomar medidas y el ente público, el «de todos», para encender las alarmas y que podamos tomar ciertas precauciones: no pases por un callejón oscuro, no habrá violadores, carteristas, navajeros ni ministros de Hacienda como denuncian en falso los fascistas, pero puedes encontrarte con un pistolero franquista, un sionista armado por Netanyahu o un delegado del Ku Klus Klan dispuesto a clavarte en un palo y prenderle fuego.

El universo sanchista es como la flotilla a Gaza, que zarpa a lo tonto para hacer ruido con una excusa bonita y olvidada al primer baile con bongos -¿para cuándo el bongo en una Orquesta de RTVE más inclusiva?-, después se despide de sus seres queridos ante el inminente fusilamiento de los piratas israelíes y más tarde, cuando nada de eso pasa y le ponen una rebequita a Greta Thunberg, denuncian un secuestro que culminará con su devolución a casa y tal vez una oferta televisiva para participar en «La flotilla de las tentaciones».

Ahora toca el aborto, que sustituye como debate a uno pendiente sobre la maternidad: en un país envejecido como pocos en el mundo, con menos niños que neuronas en el harén de Ábalos, la apuesta del Gobierno es aumentar las 100.000 interrupciones de embarazo anuales, dejar la repoblación a los inmigrantes y convertir la gestación en una imposición heteropatriarcal, una enfermedad o una incapacidad; incompatible con el verdadero empoderamiento femenino que representa Irene Montero, aunque en su caso pueda tener tres lechones y llevarlos a un colegio privado en la Sierra.

Nada sorprende con un presidente que alecciona contra la prostitución y ha vivido de ella y va de vegano pero se le salen las chistorras por las orejas, pero sí es llamativa la dificultad de la oposición, en cualquiera de sus acepciones, para replicar el juego: no hay más que ver el despiste de casi todos los barones populares, compitiendo por ver quién dice antes y más alto la palabra «genocidio» para lograr el aprobado raspado del tribunal progresista. O las tertulias televisivas, donde la charoesfera compungida encuentra por réplica frecuente una sumisión ovina por el qué dirán.

El problema nunca es que los malos hagan su trabajo, sino que los buenos acepten el marco, tengan miedo al debate, confundan defender unos principios sólidos con dar voces y alimenten al bicho: esta semana ha habido una descerebrada que, tras calificar de bulos las violaciones de mujeres como ella en el ataque bárbaro de Hamás a Israel hace dos años y añadir que alguna se sintió fea porque no la tocaron, logró por recompensa una ristra de invitaciones a distintos programas de televisión para insultar a todo aquel que recordara sus antecedentes.

Mientras a los idiotas se les blanquee, se les tenga pánico o se les admita en la mesa, el menú siempre será el suyo. Tampoco es tan difícil: basta con tratar a cada uno como lo que es, empezando por Sánchez, patrocinador y deudor de corruptos y yerno agraciado de un proxeneta que gobierna saltándose las urnas, ignorando al Parlamento, insultando a los jueces, acosando a la prensa, colocando hasta al apuntador y solo gracias a una flotilla de delincuentes que incluye a un terrorista, a un golpista y a un prófugo. Que no concilie el sueño por el Tribunal Supremo, no por Barbie Gaza, coño.